• 02/07/2018 02:02

La desigualdad expuesta en las calles

Los espectadores que dan propinas y los indiferentes que no dan ni un real

Camino al trabajo, tres, dos, una hora nos falta, solo de ida, dependiendo del nivel de ingresos o del momento de compra de la residencia, la calle ya nos muestra nuestra calidad de vida, de sol a sol en ella, la casa es nuestro dormitorio; siempre otros educando a nuestros hijos, nanas profesionales o improvisadas, si tenemos suerte, lo harán bien.

El bus no se detuvo, a esperar el próximo turno y tres paradas después, llegaré. Me pasé la roja, no importa. Me pasé la roja de nuevo y esta vez no tuvo suerte el otro.

Otro guardia de tránsito sin empoderar, aunque parezca prestar atención, parece ignorar a quienes se pasan la luz roja.

Peatones desafiando a los autos, la gente se abre paso por detrás y por delante de las bestias para cruzar corriendo, algunos incautos ‘chantean' mientras caminan, tendrán suerte si quien conduce no lo hace también.

Al llegar al trabajo, es muy temprano para desayunar, una empanada frita, queso procesado para decorar esta galleta de ‘cuara', alta en sodio.

Para quienes llegamos tarde, descuento directo en la quincena, sobre un salario base, para cubrir la canasta básica que no incluye mi gasto de alquiler, cuatro bocas que alimentar, otra en camino, servirá una plegaria para llegar a fin de mes y que nada pase, que nadie se enferme, que me fíe el chino, que se olvide de cobrarme y ganarme el gordito ayudaría. La esperanza no hay que perder y la data tampoco.

Al medio día, el show continúa en los semáforos, desde lanza llamas y cuchillos, hombres arañas, malabaristas, mimos con el maquillaje corrido por el sol y la humedad, guitarristas, cantantes, perfectamente sincronizados, si la luz cambia a verde antes del cobro, están perdidos. Los espectadores que dan propinas y los indiferentes que no dan ni un real.

Vendedores según el turno que toque: vendedores de periódicos tempraneros, luego el huerto sobre el asfalto, cual auto rápidos de tomates, aguacates, limones, mangos, frutas de estación, todo lo que quepa en la bolsa por un dólar.

Un anciano, deforme por la artritis, camina con dificultad en medio de los autos, bolsa de limones a dólar, camina de principio a fin de la calle, los autos tienen prisa, no se detienen.

‘Soy panameño', dice un letrero en un carrito de supermercado que se mueve por entre los autos con chucherías y la bandera panameña en una esquina, mensaje oportuno en tiempo de xenofobia disfrazada de nacionalismo, porque culpar a las minorías siempre funciona.

¿Qué fue del indigente que yacía debajo del puente? Cada día a la misma hora lo miraba, preguntándome por qué llegó a la calle. Mi indiferencia mientras estaba, desapareció cuando se fue.

La desigualdad expuesta en las calles, diseñadas para las máquinas, no para los hombres, aceras cuando las hay, son para estacionar. Pero todo es apariencia, nada que una lluvia normal no desenmascare, pero no limpie: la corrupción, permisos de construcción a diestra y siniestra, sobrecostos, materiales de baja calidad, el inminente colapso de las alcantarillas, pan hoy y hambre mañana.

Es el fin de la jornada, corro a marcar la salida y comienza la rutina del regreso a casa, en una, dos o tres horas llegaré; quiero ver a mi gato, a mi familia a mis hijos. Cenar, dormir y a comenzar todo de nuevo, mañana, el sol saldrá. ¿Es posible otra realidad?

CIUDADANA PANAMEÑA

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