• 24/04/2019 02:03

Los partidos políticos y los mitos, realidades y disfunciones del dogma de separación de poderes

‘[...] partidos políticos [...]. Solo la cultura política puede cambiarlos. Como bien dijo Diógenes de la Rosa, la Constitución no tiene la culpa de nuestra incultura y de nuestra deshonestidad'

E stoy convencido de que en nuestro país nada cambiará mientras, por una parte, no contemos con un Órgano Judicial y un Ministerio Público realmente independientes y, por la otra, con partidos políticos saneados.

Intentaré explicar a continuación las razones por las cuales he llegado a esa conclusión. Lo haré sobre la base de un puñado de sencillas reflexiones, que, sin ánimo de pontificar, expondré respecto del dogma de la separación de funciones entre los distintos órganos y ramas del poder público y respecto de la importancia de los partidos políticos. A fin de cuentas, en ese dogma y en los partidos se apoyan todos los Estados de democracia (en adelante demoliberales) que en el mundo existen. De allí que resulte de vital importancia comprender cómo funciona el dogma de la separación de poderes, cuando se tropieza con el complejo mundo de la realidad política. A tales efectos, contrastaré lo que el referido dogma en teoría plantea con lo que ocurre en la realidad, es decir, contrastaré dos mundos casi siempre contradictorios y distantes: el mundo del ‘deber ser' (consagrado en las normas jurídicas) y el del ‘ser' (determinado por los hechos sociales).

Como es de sobra sabido, fue el barón de Montesquieu quien en su obra ‘El Espíritu de las Leyes' formuló la clásica teoría sobre la división de poderes, según la cual las funciones básicas del Estado deben ser cumplidas por tres órganos distintos —el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial— que, conforme a esa teoría, deben actuar separadamente; es decir, con independencia unos de otros, sometiéndose recíprocamente a un juego de frenos y contrapesos interorgánicos que, idealmente, se debe traducir en un mecanismo de equilibrio de poderes, todo ello con la mira de evitar la arbitrariedad y de proteger la libertad individual de los gobernados.

Nuestra Constitución se hace eco de dicha teoría al disponer en su segundo artículo que el Estado panameño debe ejercer sus funciones por medio de los tres órganos mencionados, ‘los cuales actúan limitada y separadamente, pero en armónica colaboración para la realización de los fines del Estado'.

¿Actúan así los órganos Ejecutivo y Legislativo en los Estados demoliberales? Ya veremos que no. Para empezar, en las denominadas democracias parlamentarias la tal separación no existe o está sumamente diluida y en las presidencialistas dicha separación puede esfumarse del todo en determinadas circunstancias, como lo pondré de presente en las líneas que siguen.

Ahora bien, a partir de la realidad inocultable de que en Panamá la separación entre los órganos Legislativo y Ejecutivo es, con frecuencia, débil o incluso simplemente inexistente, se ha abierto paso la tesis de que mientras esa separación no exista es imposible que se consolide aquí un sistema de Gobierno auténticamente democrático. No comparto ese criterio.

En este orden de ideas, conviene reiterar que la separación de funciones entre los órganos Legislativo y Ejecutivo no existe, ni siquiera en teoría, en los regímenes parlamentarios. En ellos el órgano Ejecutivo, es decir, el gabinete, suele ser elegido por el parlamento y, si se quiere, es una comisión ejecutiva de este, ante el cual responde políticamente. Por tanto, en las democracias parlamentarias, los órganos Legislativo y Ejecutivo están, por diseño institucional, íntimamente amalgamados, sin que exista entre ellos una separación formal. Por lo demás, ambos órganos están bajo el control del partido (o de la alianza partidista) que cuenta en el congreso con la mayoría parlamentaria. Nada de esto supone que los regímenes parlamentarios no sean democráticos. Lo son porque en ellos la democracia se afianza y se apoya en la independencia real del órgano Judicial y el Ministerio Público. Salta aquí de bulto la necesidad de consolidar la independencia de ambos en nuestro país.

A diferencia de los regímenes parlamentarios, en los presidencialistas, como el nuestro y el estadounidense, por ejemplo, los preceptos constitucionales sí disponen que, en efecto, las funciones básicas del Estado han de ser atendidas por los órganos Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Sin embargo, tampoco en los regímenes presidencialistas, según puede advertirlo cualquier persona, por poco perspicaz que sea, los órganos Legislativo y Ejecutivo funcionan, en la práctica, con la independencia y separación que proclaman los textos constitucionales. Las causas de este fenómeno hay que buscarlas al margen de los referidos preceptos.

Importa destacar que cuando Montesquieu formuló, en 1784, su teoría sobre la división de poderes no existían los partidos políticos, partidos que hoy dominan el quehacer político en todos los Estados demoliberales. No eran entonces previsibles las hoy evidentes consecuencias y las distorsiones que el surgimiento de los partidos ha tenido respecto de la referida teoría.

Nadie que, con pupila limpia y ánimo desprevenido, mire el panorama mundial dejará de advertir que todos los regímenes democráticos que hoy existen tienen por sustentáculo una estructura de partidos que, pese a todos sus defectos, constituye, a ojos vistas, el principal vehículo de relación política entre el Estado y la sociedad (véase Carlos Iván Zúñiga, ‘Los partidos y los grupos de presión', La Estrella de Panamá , 13 de abril de 2019, pág. 11A).

Pues bien, sucede que, en los regímenes presidencialistas, la tan ponderada separación de poderes entre los órganos Legislativo y Ejecutivo, en rigor, solo se da en la realidad de los hechos cuando el órgano Ejecutivo no cuenta con el apoyo de la mayoría parlamentaria por estar esta controlada por la oposición. En el caso contrario, es decir, cuando los resultados electorales colocan al órgano Ejecutivo y a la mayoría parlamentaria en manos del mismo partido o de la misma alianza partidista, la referida separación de funciones se reduce a su mínima expresión o incluso desaparece, porque el partido o la alianza, según sea el caso, atan a ambos órganos y estos, en consecuencia, actúan invariablemente de común acuerdo. Gústenos o no, esa es la realidad de las cosas.

Por lo demás, se supone que el partido que ha triunfado en las elecciones presidenciales y en las parlamentarias cuenta con un programa de Gobierno que debe desarrollar en cumplimiento del mandato que ha recibido de parte del electorado y, por lo tanto, es lógico y aún conveniente que el órgano Legislativo y el Ejecutivo, en función de dicho programa, actúen de manera coordinada.

Así, en el ámbito de las relaciones entre los órganos Legislativo y Ejecutivo, los partidos políticos actúan a la manera de los llamados factores reales de poder, factores que, como en su momento lo explicó Ferdinand Lassalle, (véase ‘¿Qué es una Constitución?', Edición Coyoacán, 2006, pág. 45.) ‘son las fuerzas activas y eficaces que informan todas las leyes e instituciones jurídicas de cualquier sociedad y que hacen que las mismas no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son'.

A lo dicho agrego que la circunstancia de que los órganos Legislativo y Ejecutivo no estén controlados por un solo partido no apareja necesariamente la paralización de la gestión pública. Así lo demuestra el hecho de que el expresidente Endara pudo gobernar —y gobernó bien—, aunque no contaba con la mayoría parlamentaria, que estaba en manos de sus adversarios políticos, quienes optaron, en bien del país, por no obstaculizar la labor de Endara.

Sin embargo, la aludida paralización bien pudo haberse dado. El politólogo norteamericano Francis Fukuyama en su libro ‘Political Order And Political Decay', publicado entonces en 2014, analiza descarnadamente lo que ocurría entonces en su país a raíz del hecho de que el órgano Ejecutivo, de una parte, y el órgano Legislativo, de la otra, estaban controlados por dos partidos políticos que habían perdido toda capacidad de forjar consensos racionales y, por tanto, se neutralizan recíprocamente hasta paralizar la gestión del Gobierno y, consecuentemente, la atención del cúmulo de problemas que enfrentaba su país, dando lugar a una forma de Gobierno profundamente disfuncional. Para describirla, Fukuyama acuñó el término ‘vetocracia'.

En mi opinión, lamentablemente, no existen soluciones perfectas para los problemas que dejo planteados. En cambio, sí hay soluciones que tienden a paliarlos. Podemos y debemos intentarlas.

Meses atrás, don Enrique de Obarrio, presidente de la Comisión de Modernización, Justicia y Seguridad Pública del Consejo de la Concertación Nacional para el Desarrollo (en adelante la Concertación Nacional), tuvo a bien invitar a un grupo de abogados para que le sometieran a la consideración de la Concertación Nacional un pliego que contuviera las reformas constitucionales que, a juicio de los abogados convocados, resultasen necesarias a efecto de fortalecer la institucionalidad de nuestra democracia y, así, responder a los constantes reclamos ciudadanos de mayor transparencia y pulcritud en la gestión pública.

Aceptamos el encargo los abogados Aura Emérita Guerra de Villalaz, Esmeralda Arosemena de Troitiño, ambas exmagistradas de la Corte Suprema, Juan David Morgan, Hermelindo Ortega, Juan Manuel Castulovich y quien esto escribe (en adelante el grupo asesor).

Concluida su tarea, el grupo asesor le entregó a la Concertación Nacional el texto de las reformas que dicho grupo estimó indispensables. Esos textos pertenecen a la Concertación Nacional, a la cual le corresponde el derecho exclusivo de divulgarlos o no, así como el de rechazarlos o prohijarlos, con o sin modificaciones.

Las reformas propuestas por el grupo asesor tienen el denominador común de que propenden, en primer lugar, a propiciar y afianzar la independencia del Órgano Judicial y del Ministerio Público. En este sentido, si las reformas fuesen aprobadas, se crearía un Tribunal Constitucional, se establecería un nuevo método para la designación de los magistrados de la Corte Suprema, del Tribunal Constitucional, del procurador general de la Nación y del procurador de la Administración, se aumentaría el presupuesto del Órgano Judicial y del Ministerio Público, se rompería el cordón umbilical que actualmente ata a la Corte Suprema y a la Asamblea Nacional, por razón del cual la Corte Suprema investiga y enjuicia a los diputados y estos, a su vez, investigan y enjuician a los magistrados y se dispondría que toda querella o denuncia que se presente contra los diputados o los magistrados serían investigadas por la Procuraduría General de la Nación.

En lo relativo al Órgano Legislativo, a tenor de las reformas, si fuesen aprobadas, entre otras cosas, se prohibiría que nadie se pueda postular para más de un cargo de elección popular, se eliminarían los circuitos electorales de postulación uninominal, se crearía la figura de los diputados nacionales, se limitaría la reelección de los diputados y se eliminarían los diputados suplentes.

Si las reformas que a grandes rasgos he enunciado u otras de la misma índole fuesen aprobadas, el país habría dado pasos acertados en el camino que conduce al afianzamiento de nuestra democracia.

El tema del saneamiento de los partidos políticos es harina de otro costal, pero ese costal y su contenido no son susceptibles de ser mejorados o empeorados mediante reformas constitucionales o legales de ningún tipo. Solo la cultura política puede cambiarlos. Como bien dijo Diógenes de la Rosa, la Constitución no tiene la culpa de nuestra incultura y de nuestra deshonestidad.

ABOGADO

‘[...] cuando Montesquieu formuló, en 1784, su teoría sobre la división de poderes no existían los partidos políticos, [...] que hoy dominan el quehacer político en todos los Estados demoliberales'

‘[...] don Enrique de Obarrio, presidente de la (Concertación Nacional), (invitó) a un grupo de abogados para que le sometieran a la consideración de la Concertación Nacional un pliego que contuviera las reformas constitucionales [...]'

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