• 18/09/2019 00:00

La Asamblea de Diputados: alcantarilla que vicia al país

“Cerrar la Asamblea sería apenas un paliativo para acabar con este estado ominoso de cosas que, [...], no parece tener remedio; pero sin duda sería un golpe mortal a la Democracia, y por tanto nada aconsejable”

Son innumerables las figuras o imágenes que, más que representar metáforas de la realidad, han terminado por ser la realidad misma en lo que al comportamiento desvergonzado de la inmensa mayoría de nuestros encumbrados diputados, auténticos traidores a la patria, abierta o solapadamente, se refiere.

Pienso, en la Asamblea Legislativa, por ejemplo, como un gran tanque séptico contaminado hasta las heces de bichos irredentos. O en una alcantarilla que harta de basura acumulada vicia a diario al país. Sitio de entes patógenos que se favorecen en todo chupando cada gota disponible —y hasta las no disponibles— de los fondos nacionales, mientras el Ejecutivo, quejándose del magro presupuesto heredado del inepto Gobierno anterior, finge demencia, incapaz de controlar la podredumbre que carcome el subsuelo de su propio partido en la Asamblea, así como las exigencias de sus bases de exigir ocupar sin preparación razonable cargos públicos para los que muchos no están preparados; y por supuesto, mucho menos criticar las acciones oportunistas que también realiza la escoria que representa a no pocos diputados de otros partidos.

Es cierto que en la Asamblea hay nuevas voces que valientemente una y otra vez expresan su verdad, razonamientos lúcidos que hasta el momento han sido en buena medida, decantados, los del pueblo harto de descaradas trapisondas urdidas tanto por mentes de perturbado y turbio ingenio, como por chusma ignorante que con su larga experiencia diputadil ha aprendido a maniobrar entre las sombras hasta sacar las infectas garras. Pero por desgracia, esas voces son una muy selecta minoría. Una minoría, no obstante, que debemos apoyar.

Si bien algo así como el 90 % del pueblo está convencido de que la mayor parte de los actuales diputados son una lacra siniestra que jamás va a poner remedio a sus propios desmanes —clientelismo redituable, privilegios desmedidos, corrupción disfrazada de populismo, planillas de las que no se rinden cuentas—, contrario a lo que ocurre en otros países, lamentablemente no se atreven a salir a la calle a protestar de formas contundentes hasta que pase algo tan insoportable como que el agua hedionda desborde la generosidad del recipiente legislativo. Por desgracia, ocurre también que ni la Corte Suprema de Justicia ni el Ministerio Público son un dechado de resplandecientes virtudes.

Cerrar la Asamblea sería apenas un paliativo para acabar con este estado ominoso de cosas que, Gobierno va, Gobierno viene, no parece tener remedio; pero sin duda sería un golpe mortal a la Democracia, y por tanto nada aconsejable. Tampoco los partidos políticos han dado la talla, y más bien son cada día más bien un descarado estorbo. Cinismo, pues, por todos lados. Pero volvemos a lo mismo: dicen los que creen saberlo todo que no debe romperse el orden establecido, violarse a la fuerza la Constitución y las leyes, quitarnos de encima todo lo que nos oprime, porque el remedio podría perfectamente ser peor que la enfermedad, como ha ocurrido en otros ámbitos. La tentación de una tiranía estaría sin duda a la vuelta de la esquina. O más cerca aun. Todo lo cual por supuesto es del todo cierto... Pero, ¿qué hacer entonces? ¿Esperar los interminables debates que pretenden cambiar las partes más ominosas de la actual Constitución?

Por lo pronto, asumir sin descanso diversas formas cívicas de protesta. Crear las que aun no existen, darles cancha. Ser razonadamente contestatarios. Abolir de diversos modos los silencios culpables. Escribir artículos de opinión como este, por ejemplo. Y acaso pensar en ir creando otra suerte de Cruzada Civilista, siempre y cuando se tengan claras las metas, más allá de oscuros intereses personalistas o partidarios. Romper, en fin, la vieja parálisis de una forma pacífica u otra, corriendo el riesgo de que en algún momento lo pacífico, por inoperante ya, acabe siendo lo contrario al comprobarse finalmente que por las buenas es muy difícil que las cosas cambien. Lo que no es aceptable ya, en todo caso, es que las cosas sigan igual. Porque solo irán a peor.

Escritor

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