• 22/12/2019 00:00

Lo que el viento se llevó

En casa nos quedan aún los destrozos, la humillación, el dolor de aquella infame y devastadora invasión que jamás podrá ser justificada”. Hoy, 30 años después, sigo pensando igual.

Artículo que escribí sobre el final de la visita de George Bush a Panamá, treinta meses después de que ordenara la invasión del 20 de diciembre de 1989. Dije: “Poco, muy poco de lo que sucedió entre el 9 y el 11 de junio de 1992 me tomó por sorpresa”.

Lo sucedido me recordó la novela “Crónica de una muerte anunciada”, de García Márquez y se me ocurre que hubiera podido titular este escrito “Crónica de un fracaso anunciado”.

Una serie de hechos indicaban claramente que esta historia no iba a tener un final feliz. No debió ser visita para besitos, bailoteo y banderitas norteamericanas regaladas para ondearlas al paso del invasor.

Supongo que el deseo de algunos de que la visita de George Bush fuera un éxito, muy comprensible por cierto, porque “favor con favor se paga”, no les permitió medir con objetividad que muchísimos panameños no estaban emocionalmente preparados para quedarse de brazos cruzados ante la presencia insultante de quien les revive el inmenso dolor de la invasión.

Como era de esperarse, salieron a la calle a protestar los que generalmente lo hacen: estudiantes, sindicalistas, grupos de izquierda, norieguistas, activistas políticos de oposición. Nos quedamos en casa o en la oficina los que cómodamente protestamos en tertulias domésticas o por teléfono.

Esta visita inoportuna era buena ocasión para nuestro gobernante dejarle saber que, aunque agradecido por llevarse a Noriega, el daño tan enorme que nos hicieron superaba por mucho la satisfacción de ellos; era la única oportunidad que se nos presentaba para nuestro gobierno “amarrarle la cara”; para hablarle de “tú a tú” aunque fuera por un ratito; para reclamarle que a dos años y medio de la cruenta e innecesaria invasión se habían hecho los suecos en cuanto a ¡por lo menos! resarcirnos por los daños materiales que nos causaron.

Contábamos con la ventaja y la oportunidad de tenerlo en nuestro patio y bastante debilitado, por cierto; Bush sabía de antemano que su viaje no era gira triunfal. Ese mismo día había recibido un rudo golpe en el congreso de su país. Su reelección bailaba en la cuerda floja. Durante semanas, la opinión mundial ha considerado a Bush ecológicamente detestable. Iba rumbo a Río de Janeiro donde lo esperaba un lecho de espinas. Iba como decimos por acá, “golpeado”.

Algunos iluso creyeron que Endara y sus colaboradores tendrían la suficiente sagacidad y autoridad para tomar ventaja de todas estas debilidades. ¡Pero no! Las gelatinosas columnas vertebrales se inclinaron ante quien nos agredió sin compasión.

En una vergonzosa y torpe confusión o análisis de lo que se llama amistad entre naciones. El gobierno le quiso regalar un pastel, y en una comedia de errores y miopía colectiva desestimaron lo mucho que pueden hacer unos pocos cuando se lo proponen.

Se equivocó Bush sino previó que en Panamá tendría que necesariamente enfrentar la ira, el dolor y la frustración de muchos que no se han recuperado del pesar por sus muertos, de los mutilados, los despojados de sus hogares y bienes en una noche sangrienta y muchos días de terror e incertidumbres, de saqueos y revanchismo político. Era iluso pretender que las protestas se limitarían a pancartas y consignas sin mayores consecuencias. Quisieron dar visos de normalidad al ambiente para que las imágenes de amor fraterno Panamá-USA, que vino a buscar Mr. Bush, no salieran empañadas por el vaho del rencor, de la ira y el desprecio.

Todo lo que sucedió el día del fallido agasajo iba a pasar. Lo único no previsto fue ese viento que, como ángel vengador, enviado por Madre Natura desde la Cumbre Ecológica de Río, se encargó de llevar hasta la Plaza Porras los gases lacrimógenos que castigaron la soberbia de quienes menospreciaban el dolor ajeno. Ahora, con inmaduro análisis, culpan de imprudentes a los policías (por usar gas lacrimógeno), a los norieguistas, a comunistas y a maleantes. De nada servirá ya jugar a “la lleva” con las culpas.

La ofensiva fiesta la terminó el viento, el invitado de honor y su séquito y cuerpo de seguridad; y nuestros obsequiosos gobernantes e invitados se vieron obligados a partir en estampida. En casa nos quedan aún los destrozos, la humillación, el dolor de aquella infame y devastadora invasión que jamás podrá ser justificada”. Hoy, 30 años después, sigo pensando igual.

Comunicadora social
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