• 11/01/2020 00:00

La escritura creativa como destino

Para quien no escribe cotidiana y creativamente, no es fácil comprender este curioso fenómeno. El hecho de que la experiencia dé lugar a la imaginación, o viceversa, es sin duda uno de los enigmas más fascinantes del arte.

Como es sabido, escribir implica un compendio de elementos que se entrelazan entre sí creando nuevas fuentes de sensibilidad y conocimiento. A veces, autoconocimiento; otras, auténtico conocimiento general vía la experiencia, pero también a través de la imaginación. Pero no en el sentido de lo que se entiende por simple información: cúmulo de datos, explicaciones, sino mediante una importante connotación singular que, si se hace de forma creativa combinando sabiduría acumulada desde la vida misma y raptos de intuición, puede producir sorpresivas vetas artísticas que no solo refuerzan la realidad sino que de alguna misteriosa manera la iluminan.

Para quien no escribe cotidiana y creativamente, no es fácil comprender este curioso fenómeno. El hecho de que la experiencia dé lugar a la imaginación, o viceversa, es sin duda uno de los enigmas más fascinantes del arte. Sin embargo, es sabido que los escritores descubrieron este placer de crear mediante palabras e intuiciones, muchos siglos antes de que la ciencia en general, y los sicólogos en particular, entendieran en la práctica las ventajas de tal procedimiento, su fuerte carga emocional y síquica y, por extensión, su gran potencial artístico. Y como consecuencia, su capacidad de autosanación, lo cual implica transmisión de placer emocional e intelectual a lectores sensibles.

En mi caso particular, el hecho de escribir tres tipos de géneros literarios —cuento, poesía y ensayo— me ha permitido con el tiempo (desde finales de la década de los sesentas del siglo pasado) comprobar lo antes esbozado.

Obviamente, ha pasado mucha agua bajo el puente de mi vida, y son muchas y variadas las vetas que han producido tanto frustraciones como logros, pero siempre algún modo de aprendizaje creativo.

Se trata de tres formas de escritura muy distintas entre sí, aunque complementarias: la narración de historias ficcionales (cuento y novela); la plasmación de emociones e ideas mediante un lenguaje a menudo figurado: metafórico, alegórico y a ratos reflexivo (poesía); y el discurrir conceptual, que se logra mediante ideas que analizan, comparan, explican o aseveran de forma convincente en torno a problemas propios del devenir humano o planetario.

Mis otras actividades —profesor universitario, promotor cultural, editor, investigador y antólogo literario— ponen de manifiesto lo que resulta obvio: mi gran interés en lo que otros escriben; tanto quienes lo hacen mejor que yo, como los que, con evidente talento, empiezan a empuñar sus primeras armas aplicadas a la creación literaria. Solo ha sido necesario, al menos en mi caso, saber combinar y matizar esas actividades complementarias. La retroalimentación entre esos otros oficios enriquece a cada uno y también al conjunto. Y eso, acaso por su carácter híbrido y a la vez integrador y cómplice, me hace feliz.

Escribo mucho, sin duda. Acaso demasiado. Todo lo cual significa que, en buena medida, parte importante de mi vida se alimenta de las particularidades singulares de la escritura, y a su vez ésta de los claroscuros de la vida que a diario vivimos o nos vive. Siento que a menudo no existe gran diferencia entre una cosa y otra, ni importa. Es cierto que pocos lo entienden. A veces ni yo mismo. Y ocurre que entre los escritores y los artistas en general, son muchos los que a diario vivimos de una forma u otra este mismo dilema, este drama que significa la obsesiva necesidad de ser egoísta con nuestro tiempo, a menudo en perjuicio de la familia, del empleo que nos da de comer, de otras necesarias distracciones. Se trata en realidad de una suerte de soledad elegida, intransferible, personalísima. ¡Para bien o para mal: un destino!

Escritor y poeta
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