• 24/04/2020 15:58

Buena suerte, Panamá

Los efectos de la crisis están directamente relacionados con la forma de gestionarla y con la extensión temporal de la pandemia

La economía se define por antonomasia como la asignación eficiente de recursos escasos ante fines alternativos. A priori, parece un postulado lógico y sencillo de ejecutar. Sin embargo, la historia ha puesto de manifiesto recurrentemente que esto no es así. En ocasiones, por un empecinamiento contumaz del propio ser humano en contravenirlo, y en otros casos debido a shocks externos con afectación sobre la oferta y/o demanda agregada y con origen en diversos factores como episodios bélicos, catástrofes naturales o crisis sanitarias como la pandemia que nos asola.

Descontando que lo prioritario en este momento es la solución a la situación sanitaria y el drama humano que ésta desencadena, no debemos caer, en absoluto, en la trampa de la disyuntiva, o del falso dilema, de tener que elegir entre salud pública y economía. Transcurrido ya cierto lapso desde el inicio de la pandemia es perentorio afrontar la planificación e implementación de medidas de índole económica para tratar de paliar en la medida de lo posible los terribles estragos que la crisis sanitaria dibuja en el horizonte inmediato.

No es preceptivo para ello tener que resucitar de nuevo —tampoco es el objeto de este artículo y tomaría un tiempo del que ahora carecemos— la antigua, pero todavía vigente, controversia entre el planteamiento liberal de la escuela austriaca y F. Hayek o la postura más intervencionista de Cambridge y J.M. Keynes, y que a la postre ha marcado el devenir de la economía moderna durante el último siglo. Empero, parece meridianamente evidente que en la práctica totalidad de los países afectados por la pandemia —Panamá no es una excepción— la solución a la devastadora crisis económica que se está fraguando aceleradamente requiere del imprescindible concurso del sector público.

Ante cualquier análisis de la situación presente y futura debemos considerar como axioma principal que los efectos de la crisis están directamente relacionados con la forma de gestionarla y con la extensión temporal de la pandemia y, por tanto, del mantenimiento de las medidas aplicadas para contenerla, es decir, la paralización inducida de la actividad económica y el gasto público incesante para taponar la hemorragia social ocasionada. En el caso de Panamá la pandemia ya está generando un claro desajuste en los dos balances fundamentales propios de economías abiertas y cuyo equilibrio depende básicamente de la entrada y salida de flujos financieros. Por un lado, las cuentas del sector público y, por otro, en el ámbito exterior, la balanza de pagos.

Las previsiones apuntan a que Panamá cerrará el presente ejercicio 2020 con una caída en su actividad económica del 2% y un déficit que estará próximo al 6,5% del PIB. Lo último es consecuencia directa de dos factores. Primero, un súbito incremento en el gasto público para poder aplicar medidas sociales y atender las necesidades básicas de la población más vulnerable, vapuleada por el incremento del desempleo a consecuencia de la parálisis económica decretada. Segundo, una súbita reducción de los ingresos públicos a consecuencia de esa misma parálisis.

En el caso de la balanza de pagos —recordemos que la balanza de pagos es el registro de todas las transacciones monetarias de un país con el resto del mundo en un determinado periodo— el desajuste obedece fundamentalmente a una brusca reducción de los flujos de capital foráneos por tres factores: una caída estimada de la inversión directa extranjera para 2020 por valor de $2,300 millones, una caída estimada de los ingresos por turismo para este año por valor de $1,700 millones y una caída de la inversión en cartera por monto aproximado de $700 millones. Lo anterior supone que el desequilibrio agregado estimado para 2020 en la balanza de pagos por la diferencia entre flujos de entrada y salida arrojará aproximadamente la nada desdeñable cifra de $3,700 millones. Es decir, las necesidades de financiación de Panamá para poder atender sus compromisos frente al exterior ascenderán a un 5.7% del PIB, y se suma como una suerte de “déficit gemelo” al desequilibrio en las cuentas públicas anteriormente citado.

Esto dibuja un escenario en el que los recursos serán todavía más escasos de lo corriente, y su eficiente asignación más necesaria que nunca. Para atajar lo anterior, el gobierno de Panamá, con buen criterio, ya ha solicitado apoyo financiero directo a las instituciones multilaterales como el FMI (por valor de $500 millones) o el BID ($300 millones), que han articulado con celeridad instrumentos rápidos de financiación a disposición de los países. Sin embargo, aunque lo anterior contribuirá a amortiguar el desajuste junto con el uso de los recursos disponibles del Fondo de Ahorro (FAP), se antoja insuficiente para atender las necesidades de financiación emergentes.

En sus últimas intervenciones ante el país, el presidente Cortizo se ha referido de forma sucinta —probablemente porque todavía esté plenamente definido— a su plan de recuperación económica para el “Día Después”. Simplemente se ha referido a que el mismo debe pasar por fomentar la ejecución de obra pública, sector intensivo en mano de obra, para una inmediata recuperación del nivel de empleo. No es una idea desacertada, a tenor de las circunstancias. Sin embargo, considerando las enormes necesidades de financiación anteriormente descritas, en las que está incurriendo la economía panameña, resulta inevitable cuestionar cuál será el origen de los fondos necesarios tanto para culminar los proyectos de obra pública que ya se encontraban en ejecución como para el impulso de nuevos proyectos como parte del plan estratégico gubernamental. Evidentemente esto no aplica a aquellos proyectos con financiación previamente comprometida como, por ejemplo, la Línea 3 del Metro.

La respuesta es sencilla, el gabinete de Cortizo deberá aumentar el nivel endeudamiento del país y modificar probablemente para ello la ley de responsabilidad social fiscal y las metas indicativas que la misma establece. Hay que recordar que Panamá no goza de un arma fundamental en las guerras económicas y financieras como es la política monetaria: no dispone de soberanía monetaria, ni de un tipo de cambio flotante, ni de la posibilidad de emitir deuda en moneda propia y tampoco de un prestamista de última instancia como lo son la FED o el BCE. Ello restringe bastante las opciones de actuación a la vez que limita en cierto modo la efectividad de la política fiscal. La Teoría Monetaria Moderna se encarga de recordarnos que los Estados con moneda propia nunca pueden quedarse sin dinero. Sin embargo, Panamá goza de una ratio de deuda pública respecto del PIB reducido en términos relativos y que apenas alcanza el 42%. Adicionalmente, apenas hace una semana Moodys mantuvo el rating del país en Baa1 con perspectiva estable. Y cierto es que Panamá no dispone de moneda propia, pero el dólar de Estados Unidos es moneda de curso legal y ello le permite mantener a raya riegos como la temida inflación.

En este sentido, el gobierno deberá acometer medidas en dos ámbitos. En primer lugar, tejer un gran acuerdo con el sistema bancario y financiero panameño con el objetivo de articular un “pool” de entidades crediticias y aseguradoras (involucrando necesariamente para ello al Banco Nacional de Panamá) que absorba la financiación pública asignada a los proyectos de infraestructura estatales en ejecución mediante un gran fondo solidario sindicado, reembolsable a 8 o 10 años, con un posible periodo de carencia de dos años y unas condiciones financieras análogas a las de la financiación multilateral, inferiores a las de mercado. Considerando la cartera viva de proyectos de obra pública en ejecución y otros próximos a acometerse en el corto plazo con el objetivo de recuperar el empleo, este fondo podría dotarse con un monto estimado entre los $5,000 y los $6,000 millones. El sistema bancario de Panama es robusto, con activos por valor de $123,000 millones, y sus ratios de solvencia —en el marco de los respectivos acuerdos de supervisión bancaria de Basilea— así lo acreditan. Los índices de adecuación de capital y de liquidez legal doblan el mínimo legal requerido.

En segundo lugar, garantizar, si así fuera necesario y exigido por los prestamistas, la devolución del fondo solidario con la emisión progresiva por parte del gobierno de deuda soberana, bonos de reconstrucción, a 10 o 20 años, ligados a atender puntualmente el servicio de la deuda derivada del propio fondo. Aquí se requeriría quizá la reforma de la ley de responsabilidad social fiscal, ampliando la meta indicativa en la relación de la deuda pública respecto del PIB del 40% a un 60%, porcentaje muy asumible para una economía con un cuadro macroeconómico como el que presenta Panamá. Tiempo habrá en una próxima fase expansiva del ciclo, que llegará, para tratar de reducir la ratio deuda/PIB, pero resulta metafísicamente imposible salir indemne de este caos.

En todo caso, no se debería caer en la tentación de plantear el activo del Canal como posible garantía en la operación del fondo solidario pues, más allá de la controversia que ello suscitaría, requeriría probablemente de una reforma constitucional, previo referéndum, que dilataría demasiado las acciones urgentes a acometer tornándolas en estériles.

Todo lo anterior sin olvidar las opciones que ofrece complementariamente la ley 93 que estable el régimen de Asociación Público Privada y los proyectos que de la misma puedan surgir.

De forma que una medida como la del fondo solidario de reconstrucción sería perfectamente factible y probablemente viable. Efectiva para recuperar rápidamente el nivel de empleo, el consumo y la demanda agregada. Exigiría, eso sí, altura de miras, visión de estado y un gran consenso político que le procurase un respaldo social mayoritario pero que, sin embargo, podría convertirse paradójicamente en su principal escollo. Buena suerte, Panamá.

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