• 15/12/2020 00:00

Arrieta: el hombre y sus circunstancias

“Hoy, tenemos que reconocerle los sacrificios que tuvo que hacer y los riesgos a los que se expuso. Hoy, tenemos que pedirle perdón a su familia, por el tiempo valioso que le robamos con su ser amado”

Siempre se dice que el hombre es él y sus circunstancias. Pero las circunstancias no dicen quienes somos ni de qué estamos hechos. Son nuestras decisiones y actos ante esas circunstancias las que nos definen.

Carlos Arrieta, jamás aspiró a ser rector del Instituto Nacional. En un momento álgido y convulsionado de la vida nacional en 1978, asume el valiente reto, puesto que NADIE quería el puesto.

¿Alguna vez nos hemos preguntado a qué se enfrentó el maestro con esa decisión? ¿Cuáles fueron los fantasmas que pudieron haber perturbado su espíritu? ¿Cuánto pagó en sacrificios por regir los destinos del templo del saber?

¿Cómo habrá hecho confluir en una sola alma al estudiante, el esposo, el padre, el amigo, el educador, el colega, el rector? Cada uno de nosotros vivió su paso por el nido con la inmadurez y los ímpetus divinos de la juventud y por ello, quizás solo podíamos ver en él a la autoridad y no al ser que se debatía entre los arcadios y los tártaros, donde pareciendo tártaro, protegía a los arcadios. Eso lo entendimos después, eso lo sabemos hoy. Cargó el peso de esa incomprensión con el estoicismo de aquellos signados por la grandeza.

Su figura física imponente, contradecía su estilo discreto, pero sobre todo modesto. No fue grandilocuente en sus discursos, pero sus palabras llevaban el peso de la autoridad, ya no la del cargo, sino la histórica y moral de los patriotas. Patriota de una tierra que irónicamente no lo vio nacer.

La encrucijada de ser rector, es decir, verse como el personero de un régimen, aunque no lo quisiera y a la vez mantener incólumes sus principios de nacionalista, lo enfrentó a múltiples situaciones y a la toma de difíciles decisiones, las cuales sorteó con carácter e inteligencia.

En 1980, los estudiantes manteníamos una pugna con la junta directiva de la Asociación de Padres de Familia por su política perseguidora del movimiento estudiantil. Por alguna razón que ya no recuerdo, decidimos irrumpir en la oficina de los padres de familia, la cual se encontraba cerrada. Cuando este servidor mazo y cincel en mano se aprestaba a romper el candado, se apareció el profesor Arrieta, se acuclilló hasta donde yo estaba y me dijo: “Si lo rompes, te tengo que botar, no lo rompas”. Por primera vez, no me sonó rector; lo sentí amigo, aliado. Dudé, mas no retrocedía y discretamente escurrió en mi mano la llave del candado. No necesité más explicación: lo abrimos, nos quedamos tan solo en el umbral, dijimos dos o tres discursos de barricada y nos retiramos.

Décadas después me diría: “No te quería expulsar, pero tampoco te iba a agarrar la mano para que no lo hicieras. Tú ibas a ser el único responsable de que la dirigencia perdiera uno de sus líderes, no yo. Yo te orienté, pero la decisión era tuya. Fui consecuente, pero manteniendo la disciplina y mi posición de rector”.

¿Como este, a cuántos cientos, sino miles de dilemas se tuvo que enfrentar; a cuántos les cambió y hasta les salvó la vida? Uno de los méritos de su rectoría de 11 años estuvo en que enseñó, orientó, castigó, pero no le cortó las alas a nadie.

Hoy, tenemos que reconocerle los sacrificios que tuvo que hacer y los riesgos a los que se expuso. Hoy, tenemos que pedirle perdón a su familia, por el tiempo valioso que le robamos con su ser amado. Tenemos que darles las gracias por cedernos a un prohombre, a quien la Patria, jamás tendrá con qué pagarle.

TODO POR LA GLORIA INSTITUTORA.

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