• 14/11/2021 00:00

El suicidio de los chilenos

“En nuestro país, debemos mirar con “luces largas” el ejemplo chileno, para que no cometamos el mismo error”

El periodista chileno Sebastián Edwards escribió para El Economista de Santiago un escrito con objetividad e imparcialmente de lo que ocurrió en su país.

En una democracia se acepta toda protesta e inconformidad, pero no la violencia desenfrenada, como en Chile.

Venezolanos comunistas, al igual que colombianos, iniciaron la violencia en Chile. Ellos iniciaron, en primera fila, grandes destrozos de lo que encontraban en el camino. Incendiaron varias cosas, entre ellos, el metro. Los chilenos se quedaron sin un transporte rápido y de bajo costo. Lo demás se conoce por incidentes muy recientes.

He considerado muy interesante el artículo de Sebastián Edwards, por lo que me permito reproducir algunos párrafos del trabajo del periodista aludido, que reflejan la razón del “suicidio de Chile”:

“Cuando los historiadores del futuro analicen lo que ha ocurrido en Chile en los años finales de la segunda década de este siglo, se preguntarán perplejos cómo fue posible que el país más exitoso de la historia de América Latina decidiera, por una abrumadora mayoría, destruir la institucionalidad que le había permitido convertirse en referente regional.

Especularán que el sistema había fallado, pues no lograba satisfacer las demandas de la ciudadanía y formularán todo tipo de teorías acerca de fuerzas sociales misteriosas que nadie anticipó. La verdad, sin embargo, es que el suicidio de Chile era previsible y algunos veníamos advirtiendo hace más de una década que ocurriría…

Y es que, hace muchos años que Chile viene cultivando un estado depresivo mediante un discurso público flagelante, que se negó sistemáticamente a reconocer el progreso que habíamos conseguido mientras se encargaba de demonizar al mercado, a los empresarios, al lucro y a todos aquellos principios que nos habían sacado de la mediocridad que históricamente nos había caracterizado…

En el caso de Chile la evidencia de superación es irrefutable. La inflación crónica, que había alcanzado un peak de más del 500% en 1973, cayó por debajo del 10% en la década de 1990 y por debajo del 5 por ciento en los años 2000. Entre 1975 y 2015, el ingreso per cápita en Chile se cuadruplicó hasta alcanzar los 23.000 dólares, el más alto de América Latina. Como resultado, desde principios de la década de 1980 hasta 2014, la pobreza se redujo del 45% al 8%...

Además de esta disminución de la desigualdad de ingresos, un informe de la OCDE de 2017 mostró que Chile tenía mayor movilidad social que todos los demás países de la OCDE. Chile también ocupaba la posición más alta entre las naciones latinoamericanas en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Nada de eso importó, porque una élite política e intelectual populista, progresista y conservadora social cristiana, convenció a la ciudadanía de que el problema del país era la desigualdad y el “neoliberalismo” y comenzó a comparar a Chile con Suecia y Noruega sin reparar, por supuesto, en los niveles de productividad, baja corrupción, eficiencia estatal, ingreso per cápita o libertad económica de esos países…

Mientras tanto, los capitales se van del país, la inversión se seca, el gasto fiscal -y la deuda- explotan y la inestabilidad política se agudiza. Nada de esto, como es obvio, se resolverá con una nueva constitución sino por el contrario: se agudizará. Pero la suerte ya está echada; el suicidio de Chile parece asemejarse cada vez más al que cometió hace casi un siglo la vecina Argentina. Un suicido de manos de una ideología tan ponzoñosa y resistente que parece admitir resurrección”.

En nuestro país, debemos mirar con “luces largas” el ejemplo chileno, para que no cometamos el mismo error.

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