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- 18/02/2022 00:00
Complejidades cambiantes de la creatividad literaria
Hay quien solo escribe por pasar el rato, como un entretenimiento pasajero; otros lo hacen por desahogarse, sacando a flote viejos remordimientos o alegrías, o bien, ocurrencias presentes. Pero el que tiene vocación de artista sabiéndolo o sin saberlo, escribe porque el mundo le queda chico, tal es su capacidad imaginativa, y necesita plasmar sus visiones, porque la única forma de lidiar con las historias que conoce o de las que forma parte es añadiéndolas a lo que ya existe, modificándolas para ampliar su espectro, porque creando encuentra la paz.
La vida de un escritor puede parecerse mucho a la de ciertos personajes y situaciones de sus obras, pero no necesariamente. A menos que una obra suya se trate en realidad de una autobiografía declarada o disfrazada, sus personajes deberían parecerse lo menos posible a él, aunque alguno pueda tener rasgos similares. Porque el genuino trabajo de creatividad, de lograr hibridaciones novedosas, consiste, más bien, en lo contrario: poder dar vida a seres que antes no existían y que, no obstante, son genuinos, son simpáticos u odiosos. Se dejan querer o maldecir por los demás personajes y por el lector. Así, quede claro que crear no consiste en copiar, ni siquiera en imitar. Crear es inventar algo o alguien que nos convenza, con su forma de ser y de actuar, de que es real. Algo así como sacarse un conejo del sombrero o un as de la manga, pero mejor.
¿Qué pasa cuando al narrar una historia en un cuento o en una novela empiezas por el final y por alguna razón nunca llegas al principio? Como quien dice: te quedas a medio palo. ¿Lo resiente el lector? ¿Es justificable en aras de la innovación? La respuesta, como en muchos otros casos de la vida y de la ficción -que es otro tipo de vida-, eso depende. A lo mejor ocurre que no hay final. Porque el meollo del asunto es justamente ese: la imposibilidad de llegar a un final lógico (o incluso ilógico, según el caso). Pero también puede ser, claro, una falla del autor: incapacidad de cerrar una trama que apunta a determinado fin. Y usted se preguntará entonces: ¿en qué quedamos por fin, me quieres o no me quieres? Y está en todo su derecho. Ambas justificaciones me parecen válidas. Pero no al mismo tiempo. Y por supuesto, tampoco se vale que el burro toque la flauta por casualidad…
Para escribir creíblemente la historia de un loco, de alguna manera debes poder entrar en su mente, en la fibra misma de sus emociones, en la negatividad creciente de su angustia y sus tormentos; no de otra manera representarás con eficiencia la verosimilitud de otra vida. Debes ser, pues, en escena, ese personaje; convertirte no solo en su doble, sino en él mismo, como lo haría un buen actor que pretende emular en escena a un loco real. Esto requiere, por supuesto, mucho entrenamiento, igual que necesita el escritor un aprendizaje similar. Aunque en el mundo literario hay quien lo logra a punto de talento, es poco probable que de buenas a primeras cualquier escritor promedio consiga crear a un loco auténtico que sus lectores acepten como tal. Y es que, como lectores, debemos poder aceptar su historia, sus mañas, sus obsesiones mientras lo vemos vivir su locura; sufrirla o disfrutarla, o ambas cosas.
Quien se aventura a escribir un cuento o una novela cuyo asunto central, o sus principales ramificaciones, tienen un carácter marcadamente erótico, debe decidir la densidad del tema, qué tipo de lenguaje va a usar, la posible crudeza de sus escenas y por tanto de las descripciones. ¿Dónde termina lo erótico o incluso lo puramente sexual, y dónde entra en escena la pornografía? Y si esta forma parte, para bien o para mal, de la vida actual, del mundo en que vivimos o nos vive, ¿es lícito abordarla, enfocar de cerca sus detalles, no escatimar en describir obscenidades ni escenas escabrosas si son necesarias para sustentar la textura de la historia? ¿Y quién decide si son o no necesarias, cómo se decide?
Por supuesto, no hay una sola respuesta. Depende de múltiples factores, tanto relacionados con la historia misma, como con los personajes, como también y sobre todo de la visión de mundo del que escribe. Lo que sí me queda claro es que nada, absolutamente nada, le está vedado al escritor -al artista-. El deseo intenso y sus manifestaciones, la propensión a querer poseer a otra persona y de ser poseído, son consubstanciales con la naturaleza humana, al igual que con la animal y la de no pocas plantas. Por tanto, difícilmente podríamos entender esto en una obra literaria si los detalles no son tan claros como las emociones que incitan a los instintos. Y usar eufemismos para dar fe de lo que ocurre sería tanto como ponerle un velo opaco a la cámara que filma una escena o que le toma una foto buscando captar su febril erotismo y a veces incluso su desfogue alucinante de manera distorsionada, estando literalmente fuera de foco.