• 12/03/2023 00:00

El profeta Amós (II)

“Denunció a la policía local y sus métodos violentos, a los jueces corruptos, a los abogados deshonestos, a las autoridades que aceptaban soborno, a los funcionarios cómplices de Gobierno, a los usureros, a los ricos con su vida fastuosa [...]”

Amós era un humilde campesino que vivió en el siglo VIII a.C. en Técoa, una aldea de Judá, al sur de Jerusalén. Tuvo dos visiones en las que Dios le dijo sobre la destrucción del pueblo de Israel. Y mientras meditaba sobre estas cosas, un día sintió la voz divina que le dio la instrucción más importante de su vida: le encargó que fuera al reino de Israel y anunciara una catástrofe. Así fue como abandonó su casa, dejó sus rebaños y partió rumbo a Samaria, capital del reino de Israel, a 90 kilómetros de su aldea, para anunciar lo que Dios le había revelado.

Al llegar a la plaza del mercado encontró una multitud que abarrotaba los puestos de compra y venta de mercancías que llegaba de la ciudad y de las aldeas vecinas. Buscó un lugar alto donde todos pudieran verlo bien y comenzó a hablar.

Amós era muy inteligente. Eligió una táctica genial y de gran hondura psicológica para iniciar su misión y transmitir su mensaje. En vez de criticar directamente a Israel, que es lo que debía hacer, comenzó criticando a los países vecinos. La gente, al oírlo predicar, empezó a acercarse para ver qué decía. Y escuchó cómo Amós, presentándose en nombre de Dios, mencionaba a las naciones enemigas de Israel y les comunicaba el castigo que se merecían por sus pecados. A Damasco, por invadir territorios ajenos; a Filistea, por comerciar con esclavos; a Fenicia, por su falta de fraternidad; a Edom, por odiar a sus vecinos; a Amón, por su crueldad en la guerra; a Moab, por ultrajar a los muertos; y a Judá, por su idolatría. Cada frase de Amós provocaba en los presentes un asentimiento con la cabeza y aplausos de aprobación, de manera que poco a poco fue ganándose al auditorio y creando un ambiente sumamente favorable.

Pero el discurso no era mera retórica para ganarse la simpatía de la gente. Serviría para mostrar que, si Dios castigaba así a los pueblos que no conocían su Ley, con cuánta más dureza castigaría al pueblo que conocía su Ley y la había rechazado.

A esta altura del sermón se había creado un ambiente de excitación formidable en la plaza. Las multitudes asentían ante cada palabra, y se preguntaban quién sería el próximo de la lista. Entonces Amós, viendo que había llegado el momento, lanzó su carta escondida. Dijo a los israelitas: “¡Y ahora ustedes! Porque han cometido tantos crímenes como ellos. Porque venden al inocente por dinero, y al pobre por un par de sandalias; oprimen y humillan a los débiles; pervierten a los más humildes; el hijo y el padre se acuestan con la misma mujer; alteran balanzas y se quedan con lo que no es de ustedes; rezan a los ídolos, y después van al templo a tomar vino comprado con dinero ajeno”.

Estas palabras cayeron como una bomba en el mercado, y el clima se volvió tenso. El auditorio enmudeció, preso de un gran nerviosismo. Poco a poco, la gente, molesta, se fue retirando, y dejó solo en medio de la plaza al profeta judío. Pero Amós no se desalentó, y regresó al día siguiente, esta vez a las calles de la ciudad, y con un mensaje más duro aún. Se dirigió a las mujeres de la alta sociedad. Les gritó: “Escuchen esto, vacas de Basán, que oprimen a los pobres, maltratan a los necesitados y ordenan a sus maridos traerles vino para beber. Dios lo jura: vienen días en que a ustedes las llevarán con ganchos, y a sus hijos con anzuelos. Tendrán que salir en fila, entre los escombros, y las echarán al excremento. Lo asegura el Señor”.

Era una provocación increíble llamar “vacas” a las mujeres de la aristocracia. Pero Amós sabía lo que decía. Basán era la región fértil del noreste de Galilea, famosa por su ganado y sus vacas gordas. Y sabía también que la vida de lujo y bienestar que las mujeres de la capital llevaban sólo era posible gracias a la explotación de los campesinos.

Durante varias semanas, Amós continuó con sus denuncias ante la incomodidad de toda la ciudad de Samaria. Denunció a la policía local y sus métodos violentos, a los jueces corruptos, a los abogados deshonestos, a las autoridades que aceptaban soborno, a los funcionarios cómplices de Gobierno, a los usureros, a los ricos con su vida fastuosa y superficial, a los testigos falsos, a los poderosos que se aprovechaban de los débiles, a los comerciantes inescrupulosos, a los vendedores inmorales, a las chicas presumidas que sólo se preocupaban de su cuerpo. No dejó a nadie sin acusar.

El final del profeta Amós en la próxima entrega.

Empresario
Lo Nuevo
comments powered by Disqus