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- 05/09/2020 00:00
El abrazo de la muerte
La muerte, como portal de la vida, dibuja y desdibuja las dos vertientes de la existencia humana -la muerte como reflexión y la vida como huella- con la nitidez de un caracol marino en cuyas espirales están grabados esos pasos del tiempo y en cuya cavidad se esconde esa otra mitad oculta y mortal del humano.
Resaltar en la forma de un caracol marino esta doble presencia vital, nos ofrece una visión filosófica o teológica de esa dualidad vida/muerte como vinculo consubstancial de todo ser viviente. Tomé prestado esta metáfora del molusco del poeta romántico inglés William Wordsworth (1770-1850), con la diferencia de que en su poema (ver “The Prelude”) el caracol representa la geometría y la música de la poesía y no la unidad de opuestos convertidos en armonía que le damos a la vida en este escrito.
La idea de la muerte, como punto de convergencia o preludio de un renacimiento, tiene mucho más de revelación religiosa que de poesía, ya que asomarse a las puertas de ese misterio es meterse en lo más hondo del sentido de la vida que la religión (sobre todo la cristiana) convierte en fe y esperanza.
Así, esas rupturas sucesivas que son la muerte de los humanos culminan en un proceso de racionalización de la fe, en el caso específico del cristianismo, en la humanidad de Cristo, para validar con su resurrección la nuestra también, porque somos seres mortales. Para los creyentes, ese Dios humanizado cristiano es la presencia viva del pasado y su muerte es el presente eterno sin límites, transfigurado en Jesús como Divino Salvador.
Pero más allá de esta visión religiosa, la muerte, además, al ser un alto y un punto de partida o un perpetuo recomienzo, muy en el sentido del “eterno retorno” de Friedrich Nietzsche (ver “La Gaya ciencia” y “Así habló Zaratustra”), nos enseña que el humano debe vivir sin miedo y amar la vida; o sea, que la muerte es una reivindicación de la vida, pues, no hay nada en ella permanente, porque la repetición eterna de todo le da su eternidad, no un ser divino por medio de ese misterioso y poético rito de crucifixión y resurrección.
La cuestión de nuestro destino personal “post mortem”, que pone el acento más en el humano que en Dios, para muchos revela una auténtica reducción antropológica de la religión cristiana, al centrarla en lo escatológico; es decir, en la ultratumba.
Hasta cierto punto, la inmortalidad, como hambre y sed de vida, es un problema existencial, pues el individuo la forja en libertad, tal y como la entiende, en esa suerte de viaje o recorrido de su existencia (ver Jean-Paul Sartre “L'être et le néant”). Siendo así, ese tránsito y permanencia (vida/muerte) es suficiente para demostrarnos que la verdadera sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida, para dejar de temer a morir y aprender a vivir.
Ese entendimiento de la diversidad contradictoria descrita arriba nos hace pensar y sentir con imaginación sobre el triunfo de la vida cuando abraza la muerte, lo que el insigne Miguel de Unamuno llamó el sentimiento trágico de la vida.