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“La causa de nuestros disturbios, Señor, está en que vuestra nación no tiene una Constitución”. Con estas palabras inició Turgot, en 1775, en su condición de ministro de Luis XVI, su Memoria sobre las Municipalidades. Estas mismas palabras podrían ser dirigidas hoy día a todos y cada uno de los señores ciudadanos de nuestro país, a pesar de que algunos se empeñan en hacernos creer que el momento histórico que vivimos sólo requiere de nuevas reformas a la actual constitución militarista y que no necesitamos con urgencia un nuevo orden jurídico-político.
Thomas Paine en su obra Derechos del Hombre (1791), nos enseña que “Una Constitución no es algo de nombre solamente, sino de hecho. No es un ideal sino una realidad. Y si no se produce en forma visible no es nada. Una Constitución es una cosa antecedente a un gobierno, y un gobierno es solo la creación de una Constitución. La Constitución de un país no es un acto de gobierno, sino el pueblo que constituye un gobierno”.
Claro está que este tipo de planteamientos les resulta “desestabilizador” y “subversivo” a aquellos que hacen toda clase de malabarismos para impedir que lo arbitrario, lo desigual y lo incierto en la vida política de nuestra sociedad sea sustituido por un orden constitucional moderno.
Para quienes consideramos desde —hace décadas— que ha llegado la hora de comenzar a detener los agravios a que están sujetas nuestras libertades y nuestros derechos por el irracionalismo constitucional y de sus principales puntos de apoyo, resulta indispensable redoblar los esfuerzos por constitucionalizar el poder y su ejercicio por parte de todas las autoridades. La vía constituyente continúa siendo el camino más democrático, más participativo, más pacífico y más depurador de la ampulosidad y la ambigüedad actual.
No debemos permitir que se nos siga llevando por el camino de la perversión neoliberal que busca transformar los vicios privados —como lo son el egoísmo y la falta de solidaridad— en virtudes públicas; no debemos aceptar que se nos inculque la sustitución de necesidades por deseos, como móvil del comportamiento humano; que el materialismo posesivo vaya de la mano del hedonismo consumista promoviendo el egoísmo competitivo que está acabando con nuestra sociedad.
Hoy por hoy, hay que darle base jurídica política a la satisfacción de las necesidades básicas en bienes y servicios de nuestras comunidades y rechazar de plano el modelo de consumismo elitista, el despilfarro, lo superfluo y la corrupción como el modus vivendi a alcanzar por los panameños.
Una nueva Constitución debe servirnos para lograr una sociedad razonable y justa, verdaderamente opuesta a la ostentación y la frivolidad que tenemos en la actualidad. Acertadamente, nos dice John Rawls en su Teoría de la Justicia:
“Es un error creer que una sociedad justa y buena debe esperar un elevado nivel material de vida. Lo que los hombres quieren es un trabajo racional en libre asociación con otros, estas asociaciones regularán sus relaciones con los demás en un marco de instituciones básicas justas. Para lograr este estado de cosas no se exige una gran riqueza. De hecho, franqueados ciertos límites, puede ser un obstáculo, una distracción insensata, si no una tentación para el abandono y la vacuidad”.
Si es el pueblo quien elige, es el pueblo quien debe tener la potestad de controlar a los elegidos; la reevaluación de asignación de “curules” legislativas y la reducción del número de legisladores, de los altísimos salarios que devengan, y la eliminación de los excesivos privilegios que se han otorgado; una regulación estricta de los cambios de residencia en el registro electoral; el derecho a emitir el voto a todos los detenidos que no han sido condenados; al igual que otras propuestas que se escuchan, como la de que los condenados por delitos contra el patrimonio público por enriquecimiento ilícito o tráfico de estupefacientes no podrán, de por vida, ser elegidos ni nombrados como servidores públicos, ni contratar con el Estado; que la investidura parlamentaria se perderá por los delitos contra el sufragio, el manejo indebido de recursos del presupuesto, la gestión de nombramientos o la selección de contratistas y que la elección de los magistrados y funcionarios judiciales, así como de los altos cargos de control, corresponda más a sus méritos académicos y profesionales que a intereses políticos; no hacen más que evidenciar que ya la sociedad panameña ha empezado a dar sus primeros pasos para un proceso constituyente.