Creer y hablar están conectados de un modo sorprendente, según la famosa fórmula de san Pablo: “Pero teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos, y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante Él juntamente con vosotros” (2Co 4,13‑14).

Podemos preguntarnos, como hizo un filósofo hace años: “¿Qué cree el que cree en Dios? Cree, digo yo, en una racionalidad fundamental de la realidad. Cree que el bien es más fundamental que el mal. Cree que lo inferior debe entenderse a partir de lo que es superior y no al revés. Cree que el no-sentido presupone el sentido y que el sentido no es una variante de la ausencia de sentido” (Robert Spaemann, conferencia “La ragionevolezza della fede in Dio”, Roma, 10 de diciembre de 2009).

El cristiano reconoce la superioridad del bien no solo a través de una reflexión filosófica, siempre necesaria para alcanzar una buena comprensión del mundo. Cree, sobre todo, gracias a un acontecimiento que transformó el mundo: la Encarnación del Hijo, que dio inicio a toda su extraordinaria historia terrena.

Surgen preguntas no fáciles: ¿la vida y el mensaje de Cristo representan el triunfo del bien sobre el mal? ¿No fue la cruz un fracaso? ¿No contemplamos la historia de los 2000 años de cristianismo como un drama en el que el mal sigue muy presente?

Cada uno buscará cómo responder ante estas preguntas. Pero un camino para salir de dudas y para evitar errores se encuentra cuando reconocemos el hecho central de nuestra fe: la Resurrección del Señor.

Desde esa fe creemos en el poder del bien, en la victoria de la vida sobre la muerte, en la llegada de un cielo nuevo y una tierra nueva, en la resurrección de los cuerpos, en el triunfo completo de la justicia y de la misericordia.

De ahí nace toda la historia misionera, evangelizadora, de la Iglesia. La fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se convierte en un impulso continuo por anunciar a los hombres la gran verdad: Cristo está vivo.

Eso explica la conexión entre creer y hablar: porque creemos, deseamos compartir el gran tesoro de la fe. Porque creemos, buscamos que otros se encuentren con Cristo que salva.

“Creí, por eso hablé”: ese es el dinamismo apostólico de todo creyente que ha sido alcanzado por Cristo, mientras corre cada día hacia la plenitud del encuentro con el Señor (cf. Flp 3,12).

*El autor es sacerdote y profesor de filosofía y bioética
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