• 01/04/2010 02:00

Crimen organizado y poder

En la opinión pública hay una persistente confusión entre criminalidad común y criminalidad organizada. No comprendiéndose la diferente ...

En la opinión pública hay una persistente confusión entre criminalidad común y criminalidad organizada. No comprendiéndose la diferente naturaleza de ambas, tampoco puede comprenderse la sinergia perversamente incremental que puede construirse entre ellas.

La criminalidad común se traduce en delitos contra la vida, honra y bienes de las personas naturales y jurídicas. Aún cuando llegue a niveles graves, es un fenómeno de naturaleza fundamentalmente penal, cuyo impacto se limita a los individuos implicados y no afecta de manera sustancial la matriz del poder social y estatal. La criminalidad común puede subsistir con formas mínimas de organización y jerarquía, y por así decirlo, prefiere esconderse del poder y de la autoridad.

Por el contrario, la criminalidad organizada, por la naturaleza destructiva y disociadora de sus objetivos y medios y por el uso intensivo y deliberadamente cruel de la violencia, se traduce en actividades que de manera inevitable se proponen penetrar y apropiarse de cualquier nivel decisorio —público o privado— que vete u obstaculice sus actividades; erosionar la confianza ciudadana en las instituciones democráticas, en sus personeros y plataforma jurídica; destruir la credibilidad de la autoridad del Estado; y finalmente, neutralizar y mediatizar las instituciones policiales y judiciales garantes del poder legítimo y legal.

El narcotráfico en manos del crimen organizado es el cordón umbilical que alimenta la criminalidad común, la dota de recursos financieros y de armamentos, la pone a su servicio, la usa como tropa de choque y de distracción. Cuando esa relación se hace simbiótica, está en juego el dominio territorial, cualidad esencial del poder del Estado. La sangría que se observa en la guerra entre carteles y bandas no es por el dominio de la droga, como erradamente se presupone, sino por el dominio del territorio y por lo tanto del poder sobre el mismo.

Por ello, a medida que se desarrolla, el crimen organizado choca inexorablemente con el poder del Estado. Desde esta perspectiva, además de un delito, es una actividad de naturaleza subversiva, porque se propone el abatimiento de las instituciones democráticas y la corrupción funcional del ordenamiento jurídico. Siendo una actividad antisistema, es y debe ser tratada como una amenaza de seguridad nacional, en el entendimiento de que cada país definirá su seguridad nacional de conformidad con sus intereses y objetivos nacionales.

El crimen organizado encuentra su mejor ambiente en la anomia social que genera la disolución del principio de autoridad, en la corrupción de toda expresión de vida democrática y en la destrucción sistémica de la matriz de valores que le da soporte a la cohesión social. Su única diferencia respecto de otras formas subversivas de apropiación ilegítima e ilegal del poder social y estatal, es que carece de ideología y por lo tanto de proyecto de libertad alternativo propio. Como toda forma parásita de organización y vida, el crimen organizado prefiere no aniquilar ni destruir a su huésped y puede prosperar bajo cualquier forma de vida social y política. Su objetivo superior, es conquistar todo el poder público posible, influenciarlo y moldearlo a sus necesidades. En última instancia, como un árbol dominado por un implacable invasor parásito, le basta que el Estado le sirva de soporte y que la sociedad sea fuente espúrea de su energía. Mimetizarse es su forma superior de vida y en la cultura populista —que destruye ciudadanía— encuentra su mayor soporte.

Es cierto que en el caso de la criminalidad común, la anticipación y prevención es una condición de la efectividad policial y un insumo crítico de su eficacia y credibilidad. Pero en la criminalidad organizada, anticipar y prevenir es algo más: es una exigencia crítica de seguridad nacional, porque lo que está en riesgo es el poder estatal. Esto último los ciudadanos lo comprenden con dificultad. Obsérvese que ante los picos de violencia y crueldad criminal que desatan los carteles entre sí y contra personas inocentes, o se los desestima como simples “ ajustes de cuenta entre ellos ” o se llega hasta pensar que es mejor dejar el avispero quieto.

Todo descuido o retardo —voluntario o involuntario— en la anticipación, prevención y destrucción temprana de las laboriosas tramas y redes delictivas del crimen organizado, da lugar a la acumulación de un daño de carácter sistémico, que en el mediano plazo deviene en una destrucción duramente reversible de la cohesión social y de la vida democrática. Por ello, el daño recientemente infligido al sistema de inteligencia nacional conformado y entrenado en los últimos quince años de vida democrática, se evidencia en el aumento dramático de los homicidios y secuestros ligados al crimen organizado. Se destruyó la capacidad de anticipación y prevención, se destruyeron las redes de informantes.

El crimen organizado es una hidra de mil cabezas, que potencialmente genera muchos nexos delictivos con la criminalidad común. Pero ninguno de esos nexos es tan poderoso y pervertidor como el que se genera entorno al tráfico de drogas y al lavado de dinero. Su carácter global, su compleja división del trabajo y su cadena logística, demanda dominio incontrastado, violento y despiadado de espacios territoriales y de redes de complicidad.

Desde esta perspectiva, la criminalidad común y la criminalidad organizada demandan, exigen, un tratamiento complementario, pero diferenciado por lo que respecta a la anticipación y prevención. En el primer caso, esa anticipación y prevención tienen un carácter táctico, cuyo tratamiento e implementación saludablemente deberían agotarse en el ámbito de las instituciones policiales y en particular en sus cuerpos especializados de investigación judicial y de información policial al momento de colocar sus resultados en manos del Ministerio Público. En el segundo caso, esa anticipación y prevención tienen un carácter estratégico del más alto nivel político y social, por cuanto demandan la implicación más absoluta del servicio de inteligencia del Estado, que actuará de conformidad con el ordenamiento jurídico para darle soporte a la lucha contra el crimen organizado, no para proteger al mandatario de turno, ni mucho menos para espiar a los opositores. Y cuando, por contubernio, complicidad, coacción, chantaje o ignorancia esas instituciones públicas renuncian a su misión y el crimen organizado transgrede de manera violenta el espacio vital de la sociedad, grupos de ciudadanos asumen la contienda mortal al margen y en contra de la legalidad. Así nacieron las fuerzas paramilitares en Colombia, así sucederá en México si la sociedad y su dirigencia política finalmente no se alinean incondicionalmente con el Estado —no necesariamente con el Gobierno—, para derrotar en términos estratégicos a los carteles: es decir, para privarlos de capacidad y opción de dominio sistémico del territorio y de corrupción y cooptación del poder estatal.

El pasado remoto de Colombia y el pasado reciente de México, son el presente en evolución y el futuro cierto de Panamá. En Panamá, el crimen organizado ha ya posicionado “ colonias de parásitos ” en sectores estratégicos de su economía de tránsito y en su cadena logística comercial y financiera de carácter global, así como tiene ya una presencia inocultable en la inversión nacional y una incipiente hipoteca sobre personeros públicos. ¿Evidencia el crecimiento dramático de ajusticiamientos irresueltos la existencia de paramilitarismo o de escuadrones de la muerte?

*Politólogo.msalamin@yahoo.com

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