El Movimiento al Socialismo (MAS) dejará de gobernar Bolivia después de casi 20 años, ya que en las elecciones generales de este domingo los candidatos...

La semana pasada, después de varios días de espera, finalmente fueron elegidas las directivas de las distintas comisiones de la Asamblea Nacional.
Como debe ser en la buena política, el proceso estuvo marcado por intensas negociaciones y acuerdos. Sin embargo, al concluir, surgieron acusaciones de incumplimiento de compromisos previamente establecidos, traición inclusive, dejando una sombra de duda sobre la seriedad de la palabra empeñada.
En lo personal, creo que lo más importante que tiene el ser humano es su palabra. Comprometerse con ella, ya sea para alcanzar un objetivo, sacar adelante un plan o simplemente para actuar con coherencia frente a nuestros propios ideales, debería ser suficiente. La palabra, cuando se da, vale más que un contrato. No se puede empeñar en vano, se honra y se cumple.
En ocasiones el problema, en política y en la vida, es que muchas veces lo individual termina pesando más que el beneficio colectivo. Esto ocurre en la Asamblea, en partidos, en organizaciones sociales e incluso en grupos afines. El resultado es el mismo, acuerdos rotos, confianza quebrada y la sensación de que la palabra perdió su valor.
La transparencia y la coherencia no deberían ser excepciones, sino principios básicos de la vida pública y privada. Cumplir la palabra no es un gesto romántico, es la base de la confianza en cualquier sociedad. Cuando se rompe, no solo se pierde credibilidad personal, sino que se erosiona la posibilidad de construir juntos con quienes nos hemos comprometido, por un bien común.
En la actualidad, vivimos en tiempos donde la palabra se pronuncia con demasiada ligereza y el compromiso se asume con demasiada facilidad. Muchos prometen desde la esperanza, pero a menudo actúan desde el miedo por ser simplemente aceptados. Los mismos que pronuncian discursos que otros quieren escuchar, aunque luego sus actos contradigan ese mismo discurso. Esta incoherencia es uno de los principales problemas que hoy se viven en la política.
Considero que la libertad auténtica no consiste en evadir compromisos, sino en elegirlos con conciencia. Cuando uno se compromete porque así lo decide, y no porque alguien lo obliga, ese pacto se convierte en una expresión de voluntad genuina, en una ruta que fortalece tanto al individuo como al grupo al que pertenece.
No obstante, comprometerse implica respeto y disciplina. Supone hacer aquello que beneficia al colectivo, que construyes desde distintas visiones y que se puede convertir en un hábito indispensable para alcanzar metas, en distintos espacios políticos de nuestra vida.
Una palabra empeñada sin acción que la respalde es simplemente hipocresía. La verdadera credibilidad se construye cuando la palabra se convierte en obra, cuando el compromiso se traduce en hechos.
Es de aclarar, que no todos los compromisos valen la pena, y por eso debemos elegir con cuidado dónde ponemos nuestra palabra y nuestro esfuerzo. Pero cuando decidimos hacerlo, debemos honrarlo y lo hacemos desde la acción, antes que el discurso.
Por ello, considero que el liderazgo no se mide por la cantidad de discursos pronunciados o promesas, sino por la capacidad de inspirar confianza, de encender convicciones y de despertar compromisos auténticos con los demás. Un líder verdadero no arrastra, ni obliga, sino que acompaña y alienta. Entiende, que el valor superior del colectivo va muy por encima de sus concepciones individuales.
El futuro no se construye con palabras y promesas vacías, sino con aquellas pronunciadas con verdad, sostenidas en el tiempo y cumplidas con hechos.
Hoy, más que nunca, deberíamos recordar que la palabra es compromiso. Y sin compromiso, ni la política ni la vida tienen rumbo.