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- 11/02/2011 01:00
Del fracaso al éxito escolar
Con mucha facilidad la comunidad educativa y la sociedad en general se habituó a escuchar y pensar en el fracaso escolar del alumnado de nuestras escuelas básicas y medias del sistema educativo panameño. En razón de esta circunstancia, todos los años al finalizar o al iniciar del periodo lectivo se busca y difunde información sobre la cantidad de estudiantes fracasados y las medidas que asume el Ministerio de Educación para atender o remediar esta situación. El año 2010—2011 no ha sido diferente a los precedentes.
Muchos medios de comunicación se refirieron al tema y difundieron las estadísticas de los alumnos que fueron reprobados en las diferentes asignaturas, generalmente las mismas, cada año: Español, Matemáticas, Ciencias, Inglés. Por su parte, el Ministerio de Educación, se defendió y aclaró como siempre las inexactitudes en estos números y planteó como alternativa los cursos de rehabilitación para suplir esta deficiencia.
En los albores del Siglo XXI, cuando los derechos humanos en la educación, en una buena parte de las sociedades del mundo, han pasado de la retórica a la política de Estado para asegurarlos, hablar de fracaso escolar es un anacronismo. Este término se asocia a un lenguaje despectivo que expresa infortunio, desgracia, derrota, desastre, decepción y hasta suceso funesto. Ninguna de las conductas de estudiantes que dejaron de aprobar determinados contenidos en una o varias asignaturas del plan de estudio, servida bajo los patrones pedagógicos específicos de sus docentes, puede ser asimilada a este terrible término.
Lo que generalmente existe como sinónimo, es el sentimiento de frustración y de impotencia frente a un sistema educativo que, de acuerdo a sus reglas de juego, decide quién y cómo se aprueban los contenidos curriculares. Es así como se siembra en esta niñez y juventud, la negación del sentido real que debe tener la escuela y la educación como el mecanismo más importante para asegurar oportunidades a todas las personas, sin discriminación, para alcanzar una vida digna y el desarrollo pleno de sus capacidades humanas. La escuela no se creó para fracasar, su misión es contribuir a desarrollar integralmente las personas.
El ejemplo de Alfredo puede quizás ilustrarnos. Este joven de procedencia rural cursó sus estudios primarios en una escuelita multigrado con evidentes carencias de horas, docentes, materiales y apoyos en sus aprendizajes por su familia. Después de múltiples esfuerzos, terminó la escuela primaria y por decisión propia decidió inscribirse en el séptimo grado para completar la educación básica —gratuita y obligatoria— y encontrar una salida profesional a sus aspiraciones. Su sueño era romper el círculo vicioso de la pobreza rural que ha atrapado y asfixiado durante muchos años a su familia, amigos y conocidos.
Este joven en el pasado no estudió Inglés y tuvo una débil formación matemática y científica. Logró pasar al octavo grado en la misma escuela con profesores y esquemas pedagógicos diferentes. Sin embargo, aún con su esmero y rigurosa asistencia, no alcanzó la aprobación de cuatro asignaturas fundamentales del programa. Al preguntarle qué piensa hacer, nos dijo con pena: ‘no sé, pues no puedo rehabilitar ni puedo pasar al año siguiente. Tendré que abandonar la escuela, porque siento que no sirvo para estudiar y mis padres me dicen lo mismo’. Está desconsolado y triste.
Este es el panorama que viven cada año miles de estudiantes panameños, de la ciudad y del campo, que carecen de un sistema que les refuerce sistemáticamente sus aprendizajes, y les asegure el éxito escolar y personal al que ellos aspiran y que los conduce irremediablemente a desertar.
Hoy, acometemos de la misma manera, con ligeras modificaciones, la insuficiencia académica del estudiantado como se hacía desde los años sesenta del pasado siglo.
Debemos aprender la lección del sistema utilizado, que no recupera y menos dignifica. La experiencia de los países que más avanzan nos indica que todos los alumnos tienen los mismos derechos a una educación de calidad sin exclusión alguna. Que es durante sus estudios regulares donde se activan los mecanismos de evaluación diagnóstica, que permiten detectar tempranamente las debilidades que presentan los jóvenes en sus estudios. Con esta información, se procede a realizar con profesionales especialistas, las acciones que les refuercen la motivación, los métodos de estudios y los contenidos fundamentales para superar las deficiencias encontradas.
Este es un sistema que puede ser implementado dentro de nuestras escuelas. No se trata de desconocer las diferencias en el rendimiento de los alumnos. De lo que se trata es de garantizar los aprendizajes de los estudiantes más lentos dentro del periodo normal que cursan, sin castigarlos ni marginarlos, con un programa especial (Gabinetes Psicopedagógicos, Equipo SAE y otros) que los recupere y atienda sus necesidades educativas especiales. Preparemos nuestra escuela para una inclusión educativa total, que asegure el cumplimiento de los derechos que le asisten a nuestros estudiantes de aprender y construir un futuro promisorio más digno y esperanzador para todos.
*PROFESOR UNIVERSITARIO.