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- 05/01/2018 01:02
Es el interés público, ¡estúpido!
Crecí en la década de 1970, una época en la que muchos creímos que nuestra sociedad inevitablemente progresaría hacia una igualdad económica cada vez mayor. Pensamos que la pobreza extrema retrocedería como consecuencia de los programas populistas que predicaban los militares durante la dictadura y que supuestamente abordaban las necesidades de aquellos en la base de la pirámide. En esos tiempos, el gerente de un banco privado ganaba aproximadamente 10 veces más que el trabajador promedio, y la tasa impositiva para los que más ganaban oscilaba el 30 %.
Hoy día, el objetivo de la igualdad parece haber retrocedido. La tasa impositiva más alta sigue alrededor del 30 %, muy por debajo de nuestros países vecinos y muy por arriba de los que la mayoría de empresarios quisiera, pero con la diferencia que ahora el gerente de ese mismo banco gana 50 veces más que el trabajador promedio. Y peor aún, más de la mitad de los niños de escuelas públicas sigue en el segmento de bajos ingresos, pero sin ninguna posibilidad de alcanzar un puesto ejecutivo dentro de un banco ni optar por los nuevos empleos del siglo XXI.
A pesar de estas realidades alarmantes, cada vez hay más políticos que entienden menos el problema de las desigualdades y tampoco conocen la solución. Por un lado, los últimos dos presidentes de la República han venido del sector empresarial y creado leyes que favorecen a los que han apoyado sus campaña, y en el camino se olvidaron de atender los asuntos fundamentales del país. En la contienda electoral de 2014, el candidato Varela se comprometió a resolver el problema de la Caja del Seguro Social y, sin embargo, una vez electo se olvidó del tema y ahora insiste en pasárselo al próximo Gobierno.
Pero por otro lado, estos mismos empresarios cuando se sentaron en la silla y les colocaron la banda se sintieron que eran salvadores del pueblo y crearon sus propios mecanismos populistas de amasamiento del poder con dineros que no eran de ellos. Aumentaron los subsidios, elevaron los salarios mínimos, regalaron becas a los que no querían estudiar y ofrecieron jubilaciones a los que un nunca cotizaron, y con ello patentizaron la mediocridad, institucionalizaron la vagancia, legalizaron el clientelismo y conectaron las nuevas generaciones a un Estado paternalista.
La respuesta del porqué los políticos son una cosa en campaña y otra en Gobierno, la podemos encontrar en el trabajo del economista James M. Buchanan, que sostiene que los burócratas y servidores públicos cuando acarician las mieles del poder se transforman y sirven a sus propios intereses más que el interés público. Buchanan ganó el premio Nobel de Economía cuando demostró matemáticamente que los políticos llegan al poder con la promesa de redistribuir la riqueza entre la mayoría, pero terminan confinando el poder y los privilegios entre un grupo muy selecto. A mediados de la década de 1980, Buchanan fue clave en la reducción de impuestos y el desmantelamiento de la burocracia gubernamental durante la administración Reagan, y desde allí sus argumentos han sido sólidos para persuadir a gobernantes y asesores económicos de no promulgar políticas populistas y evitar programas que dependen de impuestos progresivos.
Ojalá el conocimiento sobre las teorías de Buchanan llegaran a Panamá, donde todos nuestros políticos dedican sus discursos a temas relacionados con educación universal, seguridad social ilimitada, control de precios de la canasta básica, ferias de empleos, etc. Pero eso sí, siempre y cuando estos programas no lesionen el costo ni caudal político del partido gobernante.
Si todos los políticos están motivados por echarle mano a los dineros recaudados de nuestros impuestos, argumentó Buchanan, entonces es muy fácil gobernar en el corto plazo, pero insostenible mantenerse en el tiempo, a menos que existan programas estructurados de aumentos de impuestos. Todos los políticos, escribió Buchanan, pueden ser vistos como una especie de atorrantes egoístas que proponen programas y leyes que mejoran su imagen política, pero no necesariamente ayudan a resolver el interés común.
Allí está una razón de peso para dudar y no confiar jamás de los políticos que regalan con dineros que no son de ellos, sea quien sea. La verdad es que el engaño masivo a votantes, el otorgamiento vergonzoso de dádivas a donantes y la entrega desproporcionada de subsidios a la población es lo que permite que grandes consorcios, influyentes despachos y personas adineradas dominen y controlen el país, y se sientan seguros de que los tribunales de justicia no interferirán con su reinado.
EMPRESARIO
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