• 29/09/2022 00:00

La minificción como emprendimiento literario

El “minicuento” o “minificción” es el abordaje de mundos inventados que guardan semejanza con los reales al grado de acabar siendo, en la escritura creativa, una y la misma cosa

Escribir no es un simple oficio, tampoco una profesión; para mí ha sido siempre un destino. La manera más auténtica de auscultar el mundo y a mí mismo. Cualquier sicólogo lo sabe, y no pocas veces la mayor parte de los escritores también. Pero no a priori, tampoco como receta de curación de algo o como fórmula para empezar a entender lo incomprensible. Lo sabemos porque resulta imposible ignorarlo cada vez que entramos vía el lenguaje en los laberintos de la existencia, en sus contradicciones, en todo lo que no entendemos o, por sus complejidades, preferiríamos no entender. Y esto es cierto tanto para la escritura de novelas y cuentos de honda raigambre, como para internarnos en lo imprevisible siempre de la poesía.

Como no se puede hablar de todo a un mismo tiempo, ni tiene sentido alguno generalizar, hoy me decanto por traer a cuento —literalmente— algunas nuevas reflexiones sobre lo que implica crear precisamente eso: cuentos. Y en particular una modalidad de la que he hablado otras veces, pero que por su creciente popularidad merece ser abordado desde nuevas perspectivas. Me refiero al llamado “minicuento”, al que algunos prefieren llamar de modo más general “minificción”. Es decir, un abordaje de mundos inventados que guardan marcada semejanza con los reales al grado de acabar siendo, en la escritura creativa, una y la misma cosa.

Encerrar en el ceñido espacio de una nuez (un párrafo, máximo una página) el meollo mismo de una historia sin causarle desmedro, es decir, sin desvirtuar su esencia, sino más bien enalteciendo sus aspectos señeros y, de paso, otorgándole una fuerza muy particular, más que un simple mérito es un logro literario digno de celebración. Porque de todos las posibilidades que ofrece la escritura de ficción; sobre todo el cuento —la síntesis perfecta, cuando se logra—, es sin duda alguna una de sus atribuciones más fascinantes.

Así, el minicuento, también llamado a menudo microrrelato (sobre todo en España y en la Argentina), suele ser el vehículo más idóneo para poner de manifiesto algún aspecto particularmente relevante de la vida mediante el más ceñido despliegue posible de la imaginación, fundiéndola con los claroscuros de la peripecia humana de tal modo que el lector no pueda —ni quiera— renunciar al reto de su desciframiento. Para ello, por supuesto, resulta fundamental  la experiencia recuperada a través de la memoria y la capacidad de traducirla en imágenes construidas con un lenguaje sugerente.

Es un hecho innegable que en lo que va del siglo XXI este tipo de escritura, a la que por conveniencia suele aludirse genéricamente como “minificción” a modo de paraguas nominal de amplio espectro, ha calado hondo entre los narradores de talento, sobre todo en Latinoamérica, hasta ocupar un sitio de preferencia entre los estudiosos que a menudo se reúnen a debatir en congresos internacionales y dan a conocer en publicaciones literarias especializadas los resultados de sus análisis.

En Panamá, los primeros minicuentos aparecen en un libro que tuve el honor de publicarle en 1982 en mi primera pequeña editorial —Signosz—, al maestro Rogelio Sinán (1902-1994), en donde reunía todos sus textos dispersos o inéditos hasta entonces: “El candelabro de los malos ofidios y otros cuentos”. Siempre he afirmado que la más antigua y auténtica de esas historias breves, rescatada en dicho libro es “El hombre que vendía empanadas”, datada originalmente por el propio Sinán en 1947.

Varios cuentistas más habrían de cultivar con disciplina y éxito desde finales del siglo XX la minificción en nuestro país: los ya fallecidos Rey Barría (1951-2019), quien solo escribió minicuentos, y Raúl Leis (1947-2011), además de Claudio de Castro (1957), Enrique Jaramillo Levi (1944) y Benjamín Ramón (1939). En mi caso personal, los primeros minicuentos publicados datan de entre 1969 y 1972, y fueron publicados en la célebre y longeva revista literaria “El Cuento”, del escritor y periodista mexicano Edmundo Valadés, a quien tuve el honor de conocer. Esos textos fueron: “Inmutable acero”, “La imagen misma”, “Caja de resonancias” y “El globo”, ninguno de más de media página. Después habrían de aparecer en mi libro de cuentos más reconocido, “Duplicaciones” (1973), tres minicuentos cuya brevedad e hibridez abrirían camino a este sub-género eminentemente experimental : “Ciclos de acecho”, “Oscilaciones” y “Agua de mar”, de un párrafo cada uno. Desde entonces debo haber publicado unos 400 minicuentos de muy diversa índole: eróticos, fantásticos, oníricos, metafísicos, de ciencia-ficción, sociopolíticos y metaficcionales…

Por otra parte, en  “Minificcionario” (2019), presento una exhaustiva investigación que reúne material que se dio a conocer en Panamá entre 1967 y 2018, de 69 narradores nacionales y extranjeros residentes, lo cual demuestra el gusto que existe en nuestro país por este tipo de ficción. La gran variedad de textos incluidos abarca cinco generaciones de escritores y da pie a un futuro aun más amplio y variado en la medida en que siguen incorporándose al ruedo literario un caudal de autores, liderado por mujeres que irrumpen rompiendo esquemas, poniendo de cabeza la tradición, pero sin renunciar del todo a ella. No de otra manera se construye buen arte.

Escritor, profesor universitario, promotor cultural y editor
Lo Nuevo