• 07/10/2023 00:00

El origen de toda esclavitud

El ser humano vive hoy con menos guerras, pero con más temor que nunca. Lleno de ansiedad, depresión y miedos

Hay dos formas de ser esclavo: una interna y la otra externa. La interna es por convencimiento, la externa por imposición. Como sea, ninguna de las dos, ha sido erradicada. En épocas más antiguas, la externa por imposición y sometimiento generaba la interna. La persona se quebraba de afuera hacia dentro y era evidente.

Hoy, por inducción y condicionamiento, hacen que la esclavitud interna genere la externa. La persona se quiebra de adentro hacia afuera. Y como viene de adentro, es invisible. Por eso, hay mucha gente de nuestra época, quebrados por dentro, sin estar plenamente conscientes de que, en el fondo, son esclavos porque viven una felicidad comprada por la comodidad personal.

Si usted piensa que la esclavitud se eliminó, permítame decirle que no. A lo largo de la historia humana, la han reformulado, renombrado, rediseñado, reinventado, modernizado, optimizado hasta llegar a nuestra época. Momento exacto en el que pensamos que somos libres, mientras más esclavos nos volvemos. Y todo eso, parece estar fundamentado en la avaricia, en la necesidad obsesiva de tener, de acaparar, de contener. Exceso de control, necesidad de retención.

El ser humano vive hoy, con menos guerras, pero con más temor que nunca. Lleno de ansiedad, depresión y miedos. Recolecta cosas, igual a como lo hacían sus ancestros nómadas, buscando la satisfacción, la seguridad, la gratificación de tener cosas. El “tener”, por distorsión de la percepción de arraigo, genera la falsa sensación de que el “ser” está bien. Es decir, teniendo más cosas, pensamos que somos mejores personas. Y en ese afán nos llevan como títeres, acumulando cosas. Cosas que van desde el dinero propiamente hablando, pasando por títulos, placeres, virtudes, éxitos, defectos, e inclusive personas. El ser humano no deja de acumular cosas obsesiva y compulsivamente, por temor a soltar, a dejar ir. En lugar de confrontar su miedo, vive proporcionándose placer.

Este temor se basa en la negación inconsciente de su propia muerte, de no querer aceptar su propia finitud, su propia intrascendencia. Por eso vive proyectándose en un ritual de acumulación obseso-compulsiva, que le da seguridad. Vertido hacia el exterior, haciéndole totalmente infeliz (o feliz) la vida al resto de sus congéneres. Cuando en realidad, debemos es verternos hacia dentro. A racionalizar, aceptar y aprender a vivir en función de nuestra propia muerte. Pero suena absurdo, a nadie le gusta pensar en su muerte (literal o metafóricamente hablando).

Vivimos sumidos en la fantasía de ser eternos, acumulando cosas, inclusive afecto. Cualquiera cosa que nos dé arraigo, peso (problemas, deudas, etc.) y nos amarre a la vida. Por eso, la vejez se nos vuelve tan amarga. Porque no aceptamos que hasta la vida misma, nuestra propia vida, tenemos que dejarla pasar. E inventamos leyes, códigos morales y cánones religiosos por doquier. Pensando que explotándonos los unos a los otros, masivamente y en cascada, obtenemos más vida, acumulando la vida de otros. Entiéndase, personas, cónyuges, hijos, amistades, empleados, acólitos, y más recientemente (ya en el plano tecnológico de las redes sociales) seguidores.

Es un comportamiento social inconsciente, basado en la negación de nuestra propia muerte. No nos gusta mirar hacia adentro, por eso vivimos casi completamente vertidos hacia afuera, hacia los demás, hacia lo social, ignorando, cada vez más, que gran parte de la insatisfacción nos viene del interior personal. Entonces, preferimos ser esclavos de otro u otros que tomen las riendas de nuestra vida, para no reconocer su fragilidad y aceptar la muerte, literal o metafórica. Y se nos dice que imitemos a otros, que imitan a otros, porque “la vida es así”... A eso se le llama conducta social, y se crea muchísima ciencia alrededor de algo que es cierto, pero… que no lo es todo.

¿Y qué hay de uno mismo? Esa persona que nos da los sueños, ese ser que, finalmente, es el responsable directo de todas nuestras penas y alegrías. ¿Seguimos ignorándole?, o reconocemos con madurez existencial que, para ser libre, hay que aceptarse a uno mismo en primera instancia. Asumiendo en igual proporción la vida (de un yo que nos enmarca en nuestra propia consciencia) y la muerte (de un yo vertido con freno social).

En lo que este equilibrio se rompe, en cualquiera de ambos sentidos (entiéndase, viviendo más hacia dentro que hacia afuera de uno mismo, o, viviendo más hacia afuera que hacia dentro de uno mismo) seremos esclavos. Para el primer caso, de dentro hacia afuera, se es esclavo de uno mismo. Para el segundo caso, de afuera hacia adentro, se es esclavo de los demás. Porque, en conclusión, la libertad es equilibrio, balance, entre uno y los demás, entre la vida y la muerte.

Ingeniero en sistemas
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