El agua potable no debería ser un lujo ni un tema de protesta. Es un derecho humano básico y, en el caso de Panamá, una deuda que se arrastra con intereses financieros, sociales y políticos. La investigación- publicada por este diario- sobre el contrato de $250 millones suscrito con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) expone una herida abierta: los panameños seguimos pagando por un servicio que en gran parte no se ha materializado. La paradoja es dolorosa. Desde octubre de 2024 el país amortiza un préstamo destinado a mejorar el sistema de agua potable en el área metropolitana, pero apenas un 17% del proyecto se ha ejecutado cuando ya deberíamos estar celebrando resultados tangibles. La pandemia y la burocracia no pueden ser excusas infinitas: lo que se revela es una falta de planificación, supervisión y transparencia. Endeudarse para proyectos de agua que no avanzan no solo erosiona la confianza de la población, sino también la de los mercados internacionales que miran con lupa cada incumplimiento. El actual gobierno hereda este entramado con la responsabilidad de tomar decisiones firmes: acelerar la ejecución y -sobre todo - exigir cuentas a quienes administraron mal los recursos.

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