El precio de ser gay en Panamá

Actualizado
  • 19/06/2011 02:00
Creado
  • 19/06/2011 02:00
Nunca quise contar esto. Dios sabe que me gustaría poder hacerlo así, delante de medio mundo. Pero no. En Panamá no se puede. Ser gay es...

Nunca quise contar esto. Dios sabe que me gustaría poder hacerlo así, delante de medio mundo. Pero no. En Panamá no se puede. Ser gay es lo peor que te puede pasar y no tienes elección. Sé que si mi historia se publica en un periódico, algunas de las personas que quiero van a sufrir. Pero si no lo hago, lo que a mí me pasó puede volver a pasar. Y no quisiera que ningún pelao pase por el infierno que yo pasé.

Primero quiero aclarar algo: uno no elige ser gay o heterosexual, como tú no eliges tener el pelo fulo o cuscú. Uno descubre que es gay. Y la verdad, cuando uno lo descubre, no piensa en todos los problemas que va a tener. Por vivir en este país, no por ser gay.

Porque al principio es un cambio muy sutil, sólo entiendes que ya no te gusta más Iris y que ahora te gusta Luis Miguel. Porque cuando yo estaba en primer grado me gustaba Iris, la más linda de la clase: trigueñita, pelo negro liso, popular. Pero en cuarto, lo veía a otro compañero, Luis Miguel, y se me erizaba la piel. Era el mejor deportista y el más guapo: castaño, ojos verdes, alto, inteligente. El que toda chica quiere tener. Yo era un poco retraído y tenía como una batalla interna. Lloraba solo en mi casa y nunca le contaba mis cosas a nadie. Poco a poco lo fui teniendo claro: ‘Chucha, me gustan los hombres’, me di cuenta. Porque cuando pasaba una chica linda decía ‘¡ah, qué bonita!’. Pero si pasaba Luis Miguel, ¡guau!, me perdía. Eso era yo y ya. Tienes 12 años y no puedes diferenciar, eres lo que sientes.

SALIR Y SUFRIR

Por ese entonces vivía en Bocas del Toro con mi familia. Ya para la secundaria vinimos a Panamá. Mi mamá me metió en un colegio adventista cristiano porque ella no tenía tiempo para mí.

Como decía, no sabes hasta que te das cuenta que eres gay, cuánto vas a hacer sufrir a tu familia o amigos en este país, ni que vas a tener que buscar una noviecita para aparentar. Sí entiendes que estás condenado. Como cuando los compañeros de clase me decían ‘ey, tú eres pato’. O como cuando finalmente sales del clóset. Creo que es algo que no haría dos veces. Panamá no está listo y lastima. La homofobia está al acecho. No importa si ya te acostumbraste. Siempre sabes que por algún lado, en cualquier sitio, vas a escuchar esa palabra o te van a echar esa mirada. Los homosexuales sabemos que en la calle el insulto es una posibilidad de violencia concreta.

Ahí está el desafío: hacerles entender que no estás enfermo ni poseído por el diablo. Muchos de los padres de jóvenes gays no saben cómo reaccionar. Mi mamá, directamente, me internó en un centro de rehabilitación.

CONFESIÓN

En la universidad, cuando cursaba la carrera que mi mamá había elegido para mí, ya yo tenía claro quién era. Ahí tuve mi primera pareja, tan inocente y tan inexperta como yo. De hecho nunca tuvimos relaciones, era un amor muy puro. Conocí a Carlos por Facebook, me habló ‘hola nene y qué tal bebé’ y uno ya sabe que si alguien te dice nene o bebé es porque es del ambiente.

El teléfono de la casa sonaba todos los días a las nueve de la noche. Una vez me quedé hablando con él hasta las seis de la mañana.

—¿Con quién hablas, Nandín?—, preguntó mi mamá.

—Nada, es una cosa de la universidad—, mentí.

La respuesta no la convenció. Subió a su cuarto y levantó el auricular para escuchar del otro lado esa conversación que tenía todos los clichés de dos pelaos enamorados. Le dije que era una moda del momento y, aunque a partir de ahí me vigiló más que de costumbre, no volvió a preguntar. Pero a las semanas, en un olvido, dejé la computadora prendida, con todos los chats abiertos y mi padrastro los imprimió y se los dio a mi madre.

No me quedó otra que confesar.

Mi mamá desesperó. ‘Ah maldita mi vida cochina, tuve un esposo que no valía nada, me dejó contigo y me sales tú gay. ¿Qué más yo le puedo pedir a Dios?’, decía.

Yo, normal, entendí. No es fácil para una mamá que tiene un solo hijo como yo, con lo que le costó quedar embarazada. Ella espera que tenga una vida de pareja, con hijos, ser abuela.

Después se tranquilizó y empezó a pasearme por psicólogos y médicos que me hicieron miles de análisis para averiguar si tenía alguna hormona mal.

Una noche, cuando un amigo hétero me dejó en mi casa luego de una fiesta, salió como loca, en rollos y camisón. Gritaba ‘lárgate de mi casa’, me metió en la cocina y no paró. Que qué pensaba yo, que hasta cuándo iba a llevar esa vida, que es una enfermedad, que pensara en ella, en sus amistades, en lo que iban a decir, que era una vergüenza.

‘¿Por qué no piensas en mí?’, le pregunté. Fue peor. Me sacó el celular porque me lo había pagado ella y me aruñó los hombros y la espalda. Yo reaccioné con ira:

-¡Me llevas al psicólogo, me haces tocar mis partes íntimas, me obligas a someterme a exámenes de próstata! ¿Qué más?

HUBO MÁS

A la mañana siguiente estaba viendo qué ponerme cuando escuché su carro, la puerta, sus pasos y otros más. La sorpresa me paró en seco. Vi a dos hombres grandotes, fuertes, con miradas negras y sin humor. Tenían una etiqueta en las camisas blancas que decía Teen Challenge.

-Vamos a que hables con el pastor -ordenaron.

-Bueno -respondí-, cuando termine mi diario vivir voy.

Todavía en short y suéter de dormir, me ataron y me sacaron de la casa. No me daban las fuerzas para soltarme.

El auto iba como si estuviese tratando de alcanzar a alguien. El corazón se me salía por la boca. A la altura del peaje, por el Corredor, intenté pedirle auxilio al muchacho que cobraba. No funcionó. No me acuerdo si alguien dijo algo. Me quedé recobrando el aliento, recostado en el asiento trasero, sin entender nada de lo que pasaba.

Pasé dos meses y medio, los peores de mi vida, en el Teen Challenge, un centro de rehabilitación que regenta un pastor en El Chorrillo. Ni bien entré me dieron una soda para tomar. Me negué porque estaba abierta, pensé que era raro. Pero más tarde tenía sed y hambre y la tomé. Quedé paralizado, por la droga y por una sensación de catástrofe.

Desperté en una habitación de 10 por 20, camarotes, paredes ralladas, rodeado de drogadictos y piedreros. Una cárcel. Todo era así: cuartuchos descascarados, bancas enmohecidas, algunas sillas vencidas.

Los días eran interminables de tan iguales. Acostarse a las nueve, levantarse a las cuatro, alabar al Señor en el patio hasta las seis y media, así llueva o haya sol. Trapear, dejar todo bien limpio. Alabar al Señor y hacer ayuno hasta las tres de la tarde. Almorzar un pan viejo, salsa aguada y culo de pollo. Ni comía. De nuevo las alabanzas y a la noche, una cena más normal: arroz con frijoles. Y siempre lo mismo: levantarse, alabar, trapear, ayuno hasta las tres.

EL ENCIERRO

Mi mamá quería que me reconvirtiera, reflexionara y rezara. Por eso los días de visita, martes y jueves, yo fingía que evolucionaba. Al principio era fácil porque estaba seguro, ella le había pagado a un guardia para que me cuidase. ‘Pórtate bien que si no te mandan a la chiquita’, me advirtió mi protector. La chiquita era un cuarto de dos por dos, donde el agua del inodoro salía y tú te sentabas en el piso y tenías que oler todo eso. Pero un día lo mandaron a otro pabellón y quedé solo. Entonces ya no pude fingir con mi mamá.

-Me quisieron violar.

-Hijo, no inventes cosas para que te saque de aquí –respondió sonriente–. Esto es un proceso y ustedes dicen esas cosas para salir. Ya me lo advirtió el pastor.

Intenté explicarle que dos días atrás, ya sin la guardia paga, fui al baño y entró un man gordo, agarrado, oscuro, con tatuajes, que abrió la cortina, me puso de espaldas contra la pared y apoyó el miembro erecto entre mis piernas. Quise zafarme pero era cuatro veces yo y tenía una navaja. Me salvé porque venía entrando el cocinero.

Ella no hacía caso y yo no paraba de pensar cómo hacer para salir. Conseguí un celular. Había algunos, aunque no estaban permitidos. Con un intermediario, canjeé con otro man algunos minutos de llamada por un servicio sexual, que al final nunca pagué —y menos mal—. Marqué dos números: el de Carlos y el de mi mejor amiga. Cuando me escuchó, Carlos se puso a llorar: ‘Tu mamá me dijo que te habías suicidado por mi culpa’, me dijo. Mi amiga dijo que me quedara tranquilo, que ella me iba a sacar como fuera. Y lo hizo.

Contactó a abogados y llamó a Ricardo Beteta, de la Asociación Hombres y Mujeres Nuevos de Panamá. Hicieron la denuncia en la corregiduría, que citó a mi mamá. Interpusieron una orden de allanamiento a mi casa, comprobaron que yo no estaba y entonces fueron al centro de rehabilitación.

-Llamen al cueco –escuché una mañana en el albergue.

Supe que al fin me liberaban. Yo saltaba de alegría mientras mi madre lloraba porque ‘el tratamiento quedaría inconcluso’.

MI SUEÑO

No dejo de pensar en la suerte que tuve. No me pegaron, no me violaron, nada... Hasta me divertí a veces. Una noche, por ejemplo, le puse crema para las espinillas a todos los compañeros del cuarto. ‘Y qué, ¿ahora son todos cuecos aquí?’, preguntó el inspector cuando pasó y nos vio con las caras blancas.

Hoy mi vida está en orden. Sé que tengo que lidiar con gente que me va a maltratar sin siquiera conocerme. Es difícil de explicar la sensación de que te discriminen. Sin embargo, sé que tengo a Dios de mi lado: su bendición, su ayuda. Cuánto me habrá ayudado que me preservó del hombre al que no le pagué el favor sexual por la llamada y que al poco tiempo, me enteré, murió de sida. Cuando pienso que yo podría estar infectado, no dejo de agradecerle al Señor.

La internación fue lo peor que me pasó en la vida.

¿Qué sueño? Me gustaría algún día poder tener una relación más estrecha con mamá. Contarle cosas. Pero ella es una mujer de sociedad, víctima de esta sociedad. Se guía por las apariencias. Y muchos de los hijos de los amigos y amigas doctores y licenciados de mi madre, ¡también son gays! Podría hacer como que no me importa, pero sí: quiero que me acepte. Mi mamá. Y mi país.

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