Mis memorias sobre Victoriano Lorenzo

Entrevista exclusiva con la profesora y académica Margarita Vásquez Quirós, nieta de Juan José Quirós Mendoza

La descendiente del secretario del general Victoriano Lorenzo reconstruye, desde su voz familiar, los recuerdos del hombre que combatió en la Guerra de los Mil Días, quien convivió con el líder indígena y guardó silencio durante más de sesenta años antes de contar su historia.

En esta conversación íntima y reveladora con la profesora y académica Margarita Vásquez Quirós, la nieta de Juan José Quirós —hombre educado, combatiente liberal, secretario y amigo de Victoriano Lorenzo— relata cómo su abuelo vivió la guerra, cómo reconstruyó su vida en El Harino y cómo, al final de sus días, decidió romper el silencio para dejar un testimonio fundamental sobre uno de los personajes más controvertidos y a la vez más admirados de la historia panameña.

—¿Quién era Juan José Quirós?

Mi abuelo, Juan José Quirós Mendoza, siempre fue una figura mencionada en mi familia con una mezcla de respeto profundo y cierta distancia emocional. De él se decía que era un hombre serio, formal, muy trabajador y absolutamente honrado. También se hablaba de su carácter fuerte: un hombre de genio templado y mucha fuerza de ánimo, que mantenía una compostura constante y una especie de rectitud que imponía respeto. No era severo por crueldad, sino por una especie de ética interior que lo acompañó toda la vida.

La formalidad marcaba sus relaciones con todos: familia, trabajadores, vecinos, niños. Incluso con nosotros, sus nietos, utilizaba la forma de “usted”. A veces pienso que ese trato distante pero respetuoso era propio de su generación y de su pueblo, Penonomé, donde la elegancia y el decoro eran valores importantes en la vida social de principios del siglo XX.

Era un hombre culto, aunque vivió siempre en el campo. Estudió a fines del siglo XIX, cuando no todos podían acceder a la escuela. Eso lo dotó de herramientas intelectuales que lo acompañaron toda la vida: el gusto por la lectura, el análisis de lo que veía, la capacidad para organizar mentalmente los hechos. A la casa de El Harino, donde vivió la mayor parte de su vida, mi padre le enviaba periódicos y libros para mantenerlo al día. Apreciaba la buena conversación y disfrutaba recibir viajeros que llegaban al lugar.

A pesar de su carácter reservado, tenía una valentía callada, de esas que se manifiestan sin alarde. Esa valentía, creo yo, provenía de la guerra. Aunque jamás dijo que la guerra le dejó una marca profunda, estoy convencida de que una parte de su espíritu quedó herida en esos años. Y que por eso mantenía reservas interiores, silencios, y una distancia emocional que nosotros, jóvenes entonces, no sabíamos descifrar.

Pero hay otra faceta igualmente importante: su relación con la comunidad. En El Harino mi abuelo era un centro de referencia. Se ocupaba de la gente, ayudaba en emergencias, construía soluciones improvisadas, abría caminos, gestionaba escuelas, repartía cuidados. Tenía un botiquín en su habitación para atender desde picaduras de culebra hasta accidentes con machetes. Construyó una casita de barro y zinc donde los viajeros podían guardar sus cargas si el camino se complicaba: un depósito comunitario con candado cuya llave él mismo administraba.

Mi abuelo fue, en resumen, un hombre de una pieza: recto, responsable, serio, culto, valiente y profundamente comprometido con su familia y con su entorno. Y así como vivió su vida civil, vivió también la guerra: observando, interpretando, y guardando en su memoria los hechos que luego daría a conocer en su testimonio histórico.

—¿Cómo fue su participación en la guerra?

Mi abuelo ingresó a la Guerra de los Mil Días en 1900, con apenas 21 años, sin tener una postura política definida, pero movido por los eventos que sacudían la región. No era liberal ni conservador. Su papá, Santana Quirós, sí era conservador, regidor de El Harino. Sin embargo, un día, Juan, mientras iba a la botica de Delfín Gálvez en Natá por medicina para un policía enfermo, se encontró con el ejército liberal del Dr. Belisario Porras. Fue en Matapalo, en el paso real sobre el río Chico.

Allí, los jóvenes Juan B. Urriola, Héctor Juan Tejada, Manuel Soberón, Abelardo Ríos y él mismo fueron presentados públicamente ante Porras. No había armas suficientes, así que no fueron asignados a un batallón de inmediato. Pero entraron en la revolución.

A partir de allí comenzó una cadena de experiencias que lo marcaron para siempre:

—La llegada al Valle de Antón del Dr. Belisario Porras.

—El encuentro histórico con Victoriano Lorenzo, quien bajó con sesenta hombres campesinos.

—La Batalla de Bejuco o de la Negra Vieja, que ganaron los liberales.

—La Batalla de Calidonia, que perdieron.

—El linchamiento moral de los liberales en el Casco Antiguo, donde marcharon expuestos al escarnio público.

Mi abuelo contaba que, durante ese desfile forzado, sintió “un hilo helado por la espalda” al escuchar los gritos que pedían la horca para ellos. Esa visión lo acompañó toda su vida.

Después de la derrota en Calidonia, regresó brevemente a El Harino, pero su madre le avisó que los conservadores querían cobrar venganza. Por eso, cuando supo del saqueo de El Cacao —el pueblo indígena de Victoriano— se unió a él definitivamente en la sierra. Allí se estableció la defensa en La Negrita y comenzó la verdadera vida de guerrilla.

Desde ese momento mi abuelo ya no se movió del lado de Victoriano. Fue su secretario y uno de sus hombres de confianza.

Y cuando firmaron el Tratado de Paz en 1902, cuyo cumplimiento fue una farsa, y apresaron a Victoriano, mi abuelo debió huir a Costa Rica, donde vivió casi un año antes de volver clandestinamente al Istmo en 1903.

Su participación fue, pues, doble: militar y moral. Vivió la guerra no solo con el cuerpo, sino también con el espíritu del testigo que observa, evalúa y guarda memoria.

—¿Cuáles fueron sus vínculos con Victoriano Lorenzo?

Para mi abuelo, Victoriano Lorenzo fue mucho más que un jefe militar. Fue un amigo. Eso lo dijo siempre con serenidad, sin exageraciones, sin adornos. Un amigo al que respetaba profundamente.

Decía que Victoriano tenía una mirada que obligaba a decir la verdad. Y que poseía una nobleza natural que no provenía de lecturas ni discursos, sino de su propia condición humana y de su compromiso con su pueblo indígena.

Cuando los oficiales liberales reaccionaron con desdén ante la llegada de Victoriano al Valle de Antón —por su ropa humilde, por sus hombres descalzos— mi abuelo captó enseguida que ese desprecio social sería una fractura fundamental dentro del liberalismo. Él mismo expresó que esa falta de comprensión era fruto del racismo y de la arrogancia de algunos oficiales.

Esos celos internos, esas tensiones, las observó mi abuelo con claridad. Por eso su testimonio es tan importante: es la voz de un hombre que estuvo en el centro del conflicto, pero no perdió la capacidad de pensar.

Victoriano lo nombró su secretario. Y en ese rol mi abuelo no solo llevaba cuentas o mensajes: también veía, escuchaba, memorizaba. Sabía que estaba viviendo un capítulo decisivo de la historia del Istmo.

Cuando apresaron a Victoriano, mi abuelo sintió un impacto profundo. Tanto, que en Costa Rica sufrió un desmayo al escuchar la noticia de su ejecución. Ese dolor lo acompañó siempre. Y por eso, cuando llegó a viejo, sintió el deber moral de contar la verdad de lo que vivió, sin endiosar, pero también sin permitir que la historia oficial siguiera distorsionando la imagen Victoriano.

—¿Cómo fue su vida después de la guerra en El Harino?

Después de regresar de su exilio en Costa Rica, mi abuelo volvió a El Harino, donde su vida tomó un rumbo completamente distinto al de la guerra. Allí se dedicó a la cría de ganado vacuno, a la agricultura, y especialmente al bienestar de su comunidad.

Puedo describir casi como una película el entorno de la casa en El Harino: un valle atravesado por el río Harino, enormes árboles de harino y un corotú cuya sombra protegía a los caballos. En el corral, bajo los tamarindos, se ordeñaba el ganado, se curaba del gusano barrenador y se marcaba al ternero nuevo con la E de Encarnación, mi bisabuela.

Dentro de la casa, mi abuela Carmelita hacía tortillas en cazuelas de barro, colaba café molido por ella misma, que provenía del cafetal que cuidaban en familia. La cocina era un mundo en sí misma: maíz cocido, fogón de leña, olor a raspadura y café recién tostado.

Mi abuelo impulsó la creación de la escuela de El Harino, convencido de que la educación era una herramienta indispensable para el futuro del campo. Al no existir edificio escolar, la primera aula funcionó en su propia casa. La maestra era de Natá, de la familia Calderón.

También junto con mi padre, Claudio Vásquez, impulsó la fundación de una biblioteca en El Copé.

Era una vida sencilla, pero llena de sentido. Él reparaba caminos, abría pasos, cuidaba el buen cursar del río, enseñaba a la gente a prevenir accidentes y a aprovechar el entorno. Era, de algún modo, un líder moral de la región.

Creo que después de la guerra mi abuelo eligió retirarse del ruido social. Eligió vivir con dignidad y sin protagonismos. Su mundo quedó en El Harino, entre los potreros, el maíz, el café, los ríos y la memoria de lo vivido.

—¿Cómo se concibió el libro?

Mis memorias sobre el general Victoriano Lorenzo fue un libro concebido como acto de conciencia compartido entre mi abuelo y mi padre, Claudio Vásquez V. A mediados de los años sesenta, cuando mi padre ya se jubilaba, comenzaron a trabajar juntos en rescatar los recuerdos de Juan José.

Pasaban horas conversando bajo un naranjo. Mi padre le hacía preguntas; mi abuelo respondía; ambos ordenaban la información. No querían inventar nada ni exagerar. Solo decir la verdad.

Mi abuelo tenía miedo de tergiversar los hechos. Su temor principal era distorsionar la figura de Victoriano, cuya reputación había sido destruida por la propaganda oficial que lo tildaba de bandolero. Ese miedo al equívoco lo acompañó toda su vida; por eso guardó silencio más de sesenta años.

Solo cuando alcanzó los 92 años sintió que podía hablar sin herir a nadie. Todos los protagonistas habían muerto ya. Las persecuciones políticas, las venganzas y los odios del pasado habían perdido fuerza. Entonces dijo: es hora de dejar constancia.

La labor historiográfica la hizo mi padre: ordenó cronologías, verificó nombres, estructuró capítulos. Lo hizo con una seriedad admirable, aun en medio de limitaciones económicas.

—¿Cuántas ediciones se hicieron?

Hasta hoy existen tres ediciones del libro:

Primera edición (1973): Sin mayores recursos y ajustando los gastos a la naturaleza e idiosincrasia del contenido, mi padre publicó la primera edición, que, con humildad (papel de periódico), se ciñe perfectamente a la norma editorial. Las ilustraciones de la portada y la contraportada (como una muestra del carácter generacional que mi padre quería imprimirle al libro) fueron elaboradas por mi hijo mayor, Roger Pérez Vásquez, quien tenía catorce años en 1973: en la portada, el nombre de Victoriano Lorenzo sobre el Istmo de Panamá; y en la contraportada, lar armas de la Revolución Liberal: un fusil y dos machetes (para destacar cuáles fueron las armas en cuya búsqueda atacaron los conservadores El Cacao, pueblo donde vivía la familia Lorenzo).

El general de brigada Omar Torrijos H., propulsor infatigable de rescate histórico de la memoria del general Victoriano Lorenzo concedió una entrevista a Juan José Quirós Mendoza e Domingo, el 16 de mayo de 1971.

Antes de la presentación del libro, mi tío, Ezequiel Quirós Castillo, acompañó a D. Juan a entrevistarse con el General Omar Torrijos Herrera, quien había solicitado conocerlo. Tras la entrevista, los Quirós los acompañaron a Las Bóvedas, en donde se realizó un homenaje a Victoriano convocado por el General Torrijos. Este fue el primer reconocimiento de la existencia del libro, en su primera edición.

Segunda edición (2003): Treinta años después, se publica la segunda edición. En una reunión con el secretario general de la Universidad de Panamá, el Dr. Miguel Ángel Candanedo, quien, además, era mi amigo y colega de la Facultad de Humanidades, le advertí de la existencia de esa segunda edición del libro. La Universidad se encargó, entonces, de presentarlo en un acto sin parangón: se llevó a cabo en la Cafetería de la Facultad de Humanidades. No cabía un alma. Las palabras que se escucharon fueron del Dr. Candanedo, del rector, Dr. Gustavo García de Paredes, y mías. No faltaron los ¡Vivas! a Victoriano de parte del estudiantado.

En ese año 2023, el CRUC, con el auspicio del Director Fulgencio Álvarez y las distinguidas profesoras Ma. Félix Domínguez y Donatila Vásquez (Directora de la licenciatura en Español) realizaron dos actividades para la presentación de la edición de Mis Memorias...: una, en Penonomé y otra en Las Bóvedas, (Panamá), lugar en donde ocurrió la ejecución de Victoriano Lorenzo. Con tal motivo vino a Panamá una nutrida delegación, que incluía jóvenes que no conocían este lugar histórico. La actividad de las Bóvedas tuvo lugar el 15 de mayo de 2023, con el apoyo del Ministerio de Cultura. Se cumplían 125 años de la ejecución de Victoriano. Y durante las lecturas realizadas, en una emotiva demostración del sentimiento que despertaba aquel acto, la panameña Elvia Lefevre, residente en Europa, allí presente, convocó los ¡vivas! a Victoriano Lorenzo con gran emoción entre la juventud penonomeña, estudiantes de Español, y miembros de la familia Quirós.

Margarita Vásquez Quirós.

En 2025, mis descendientes volvieron a presentar el libro en la Feria del Libro, completando un ciclo generacional.

—¿Cuáles fueron las resonancias de las acciones de Juan José Quirós en la familia, hijos, nietos y biznietos?

Las resonancias fueron muchas.

En la casa de mi abuelo había un fusil viejo, herrumbroso, que él había usado en la guerra. Ese fusil era un símbolo. Todos los niños lo miraban con respeto, curiosidad y un poco de temor. Era, para nosotros, la prueba material de que mi abuelo había estado realmente allí, junto a Victoriano. El día en que mi abuelo murió, el fusil desapareció. Nunca supimos quién lo tomó.

Mi familia creció oyendo fragmentos de historias: la Batalla de la Negra Vieja, las caminatas con los liberales, la figura de Porras con su abrigo rojo, los campamentos indígenas, la carga de armas por parte de los hombres de Victoriano, su paso por Calidonia, la prisión en Las Bóvedas.

Los niños se hacen preguntas: ¿Era justo que los indígenas fueran los que cargaran las armas? ¿Por qué a Victoriano lo trataron como bandolero? ¿Dónde estaba nuestro abuelo en cada episodio? Con el tiempo, entendimos que las posibles respuestas estaban cargadas de dolor histórico, de desigualdad social, de tensiones raciales que aún marcaban al país.

Mis memorias sobre Victoriano Lorenzo

Para nosotros —hijos, nietos y biznietos— la figura de Juan José fue la de un hombre valiente, silencioso, recto. Mantener vivo su testimonio se convirtió en una especie de herencia moral.

Y creo que el mayor legado fue ese: enseñarnos que la verdad, aunque tarde, debe ser contada.

En la escuela de El Harino, que lleva su nombre, se conserva un retrato pintado por Antonio Valdés Bosch (q.e.p.d.), quien fue el esposo de Marcia Magaly Quirós, nieta de D. Juan. Luego Eda Cecilia Quirós, también nieta renovó este retrato en mayo de 2023. Asimismo, un biznieto de Juan José Quirós, José Cruz Quirós, hizo la placa conmemorativa allí expuesta.

La voz de la nieta de Juan José Quirós rescata no solo la memoria de un combatiente, sino la historia de un país que aún dialoga con su pasado. El testimonio de Quirós ilumina la vida cotidiana en la guerra, la amistad con Victoriano y la reconstrucción silenciosa que vino después.

El autor es investigador residente del CIHAC-AIP

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