El Gobierno interino de Nepal ha comenzado a reanudar servicios esenciales este lunes, en un intento de recuperar la normalidad

- 20/09/2025 00:00
La tarde está linda, mamá; hoy no siento fatiga, no he tosido desde esta mañana... ¿Ves? Respiro muy bien, y creo que pronto estaré bien. Déjeme ir a Palermo: no es día de corso y el paseo me pondrá mejor... te lo aseguro.
La madre contempló a la hija con su angustiosa mirada de siempre, y un rayo de esperanza brilló en aquellos ojos. Sobre la demacración terrosa del rostro de la joven, aparecía difundida una leve aurora; las pupilas tenían resplandores más intensos, y todo el semblante ostentaba inusitada animación, cual si en aquel organismo, corroído por la tisis, comenzara a realizarse una resurrección milagrosa.
El permiso fue concedido; y de la Avenida Alvear la victoria partió, al trote del vigoro tronco. Recostada sobre los cojines del carruaje, Julia bebía con fruición el aire oxigenado de la gran calzada. Iba sola, y esto la contrariaba. Experimentaba la necesidad de hablar; una alegría secreta, cual fluido mágico, le circulaba por los nervios. Nunca se sintió en tan benéfica disposición moral, sus ideas tejían sueños luminosos, y su cuerpo, impregnado de ese jocundo baño interno, se aligeraba, llenábase como de vida nueva, e imprimía a sus músculos agilidad y fuerza... Sí, experimentaba la necesidad de hablar, de comunicarse con alguien, y lamentaba no llevar a su lado a alguna amiga. Pero carecía de amistades íntimas, hacía varios años. El mal se le inició durante el paso peligroso de la infancia a la pubertad, y su manifestación más significativa fue una melancolía constante, que la retrajo de todo trato social. No se la veía desde la época en que, sana y fresca como las yemas primaverales, vertía en torno suyo el encanto de su inteligencia precoz y la gracia de su prometedora belleza. Así atravesó en su victoria, inadvertida, por entre los concurrentes de Palermo, y fue a situarse junto al lago, bajo la radiosa calma vespertina...
Y en la tarde declinante, el lago esplendía como un espejo, en su quietud bruñida. Los árboles de la orilla lo circundaban, proyectando sus sombras en el agua hospedadora. Por intervalos, desprendíase alguna hoja seca, voltejeaba en el vacío, y descendía a posarse sobre la superficie temblorosa. De las avenidas inmediatas, sordos e intermitentes, llegaban el ruido de los carruajes, el rielar de las bicicletas, o el murmullo de las pisadas de los paseantes. Y la sensación de soledad del sitio, rota un momento, recobraba su imperio; y entonces, vibraba más claro y musicalmente el vuelo de la brisa entre el ramaje sonoro. Arriba, el cielo lucía incólume su azul, pálido como seda antigua; y en el horizonte, una gran nube de violeta episcopal era como un suntuoso catafalco que la noche preparaba al sol.
De improviso, en un recodo del lago, muy cerca surgieron dos cisnes; avanzaron, e inmovilizáronse luego sobre la onda trepidante. Parecían contemplar, con recogimiento meditabundo, la extenuación de la luz. Eran distintos: el uno blanco cual un copo de nieve virgen; el otro negro como el terciopelo funerario; ambos igualmente hermosos en sus opuestos plumajes... Julia los miraba desde su coche, en el que hacía unos minutos se tendía con languidez, perezosa, fatigada, mientras un secreto malestar, una vaga opresión, le acongojaba el pecho, tal como si una bomba neumática, lenta, furtivamente, le extrajera de los pulmones dosis de aire. El cisne negro la entristecía sin saber por qué; antojábasele un pájaro mortuorio, y su pico teñido en sangre por algún acto cruel. En cambio, el blanco, al cual iban con más insistencia sus ojos, le traía al cerebro una visión lejana, cuando años antes viajaba con sus padres por Europa: un cuadro pictórico, visto no se acordaba dónde, en París, o en Roma, o en Florencia. En el cuadro, un soberbio cisne, de blancor lácteo, desplegaba amorosamente sus alas sobre el cuerpo desnudo de una mujer, cuyas carnaciones opulentas parecían bañadas en una luz blonda. El cuello del ave se estiraba hasta el rostro, y su pico posábase en la boca audazmente, como ávido de beber la sonrisa de los labios entreabiertos... Aquel cuadro, mirado con indiferencia infantil había persistido, por uno de tantos fenómenos cerebrales, en la memoria de la niña; y de su estado latente pasaba ahora a evocación activa cristalizándose, lleno de revelaciones...“¡Qué dulzura suprema —pensaba Julia— la de esas alas sedosas, tibias, sobre la piel estremecida de la inspiradora del cuadro...!”
A este punto, un escalofrío le recorrió el cuerpo como ráfaga glacial. La tarde, sin duda, se enfriaba. Arrebujóse en el abrigo, puesto en el coche por la previsión materna, y volvió a recostarse sobre los cojines. La fatiga le aumentaba; crecía el secreto malestar de su pecho. Intentó retirarse, mas le detuvo el pensamiento de que si allí, en aquel paraje despejado, el aire le era esquivo, peor le sería en cualquier otra parte. Sin embargo, y a pesar del abrigo, un escalofrío más recio le frotó de nuevo la epidermis, sacudiéndola toda. Sutiles corrientes de hielo deslizábanse ahora en la circulación de su sangre. Los oídos le zumbaban. Por el rudo latir de las sienes adivinaba que la cabeza le dolía, que le dolía violentamente; pero, el dolor escapaba a su percepción mental, le era insensible. Y la ligereza fluida de su carne, en vez de aminorar, progresaba, prestándole la ilusión de ser ya un elemento etéreo... Súbito, el paisaje se nubló; los seres y las cosas circundantes palidecieron, perdiendo sus perfiles y contornos. Luego se borraron, se disiparon, se extinguieron y ante sus ojos sólo quedó flotando una gruesa bruma gris.
En verdad, aquello era anormal. Así lo comprendió Julia. Diose también cuenta de que en ella moraba la causa, de que había recrudecido su enfermedad, de que se hallaba, tal vez, muy grave. Convino, de modo cabal, en lo urgente de su regreso a casa; y trató de incorporarse para dar al cochero la orden. Pero dominaba su voluntad una inercia imperiosa, y su pensamiento permaneció incapaz de exteriorizarse. Y no pudiendo abandonar su actitud, inapta a toda acción física, cerró, resignada, los ojos al peso insostenible de los párpados... Entonces, a través de ellos —cual si fueran substancia translúcida— vio operarse una como representación teatral, en la que, a un tiempo, ella actuaba y presenciaba, siendo, por tal virtud, la espectadora de sí misma.
Obtenido de bdigital.binal.ac.pa