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- 30/09/2019 18:27
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Elegir un recuerdo favorito de una nación con características tan extraordinarias como Japón, con una cultura tan antigua y de única amalgama, es una labor difícil en la que uno fácilmente pasaría por injusto por dejar atrás recuerdos y observaciones maravillosos.

Tokio es una postal extrema del potencial japonés: es capaz de mantener sus tradiciones e ir de la mano con la tecnología de punta del siglo XXI, como se representa en la megápolis, ciudad de rascacielos, el corazón de la economía del Estado y centro cultural, político y administrativo desde el siglo XIX. Es también una cita directa a su pasado como atestiguan sus centros históricos y culturales enclavados en su colectivo de más de 37 millones de personas repartidas en 2,187 kilómetros cuadrados.
Tokio, que ha atestiguado más de tres siglos de revolución estatal, económica, industrial, de educación y de revolución tecnológica, es más vital que nunca como epicentro de un vertiginoso desarrollo desde la reconstrucción de Japón tras la Segunda Guerra Mundial guiándola en la senda de potencia y superpotencia.

Mientras se transitan las calles y las avenidas en Shiyoda Tokio, vemos las murallas del palacio imperial, casa de la familia real de Japón desde finales del siglo XIX y epicentro administrativo desde el siglo XVII, bordeado con un río artificial bifurcado del río Sumida que toca inclinados muros perimetrales en el cual vemos una estética dentro de la funcionalidad.
Dicha construcción, que data de finales del siglo XV, sirvió de bastión y palacio de un antiguo Shogun. Hoy día simboliza diferentes eras de Tokio, siendo testigo de la transición de ser ciudad Edo a ser Tokio; de ser una vibrante ciudad de edificaciones tradicionales a una ciudad cosmopolita de rascacielos que posee las mejores cualidades de la tecnología de occidente.

Los primeros documentos de la historia de Japón recogen una compilación de episodios míticos sobre la formación del mundo llamado Kojiki, en el que se aprecia relatos de la vida de dioses que posteriormente formarían a Japón y que son parte del panteón de la religión originaria de Japón: Shinto .
Este sistema de creencias de carácter animista centra su cosmovisión en el alma que componen las diferentes manifestaciones de la naturaleza, idea que aún permanece en el Japón, y se evidencia al visitar santuarios naturales y lugares religiosos shinto y budistas.
Un ejemplo de esta permanente muestra de bases de creencias lo constituyen los Tori o portales, en los que se manifiesta una reverencia a la naturaleza señalizando y de marca do al visitante la entrada a un santuario natural o a un templo.
Revestidos de naranja y de arquitectura clásica, son un claro testigos del sincretismo y respeto de Japón a sus tradiciones.

Para el año 552, unos emisarios del Reinado Corea o de Paekche entregaron una estatua del Buda dorado al emperador junto con el texto sagrado del budismo. Para el año 592 , ya era religión oficial del Estado, relegando a una religión bien instituida y arraigada como el Shinto, a un segundo plano.
En su visión cívica y cosmovisión, el japonés debe mucho al budismo, traído por monjes itinerantes de China y Corea durante el siglo VI, hasta instituirse como religión de Estado por el gobernante Shotoku Taishi, quien además creó la primera constitución japonesa, hacia el año 604 de nuestra era.
Sea en un salón de un restaurante citadino tradicional o en una bulliciosa calle de Sapporo degustando una sopa Ramen o una sopa de curry, en el bullicio de Shibuya, existe el sentimiento de uniformidad de cultura, de desarrollo y orgullo.
Cuando pienso en Japón y en los detalles de su gente y cultura, la imagen que siempre salta a mi mente es la de un jardín japonés porque encuentro un símil en la estética: un pueblo consciente con el entorno, en el cual existen ideales. Allí existe un puente que une el presente y el pasado.
El nobel de la literatura Vicente Aleixandre expresó en un discurso que la tradición debe adaptarse a la realidad de los tiempos, ya que si las generaciones exigen un cumplimiento de las tradiciones sin entender su razón o validez, éstas pierden la capacidad de adaptar y por lo tanto están condenadas a morir.
En Japón la tradición es viva y se transforma sin perder su esencia.