Música que late...

Actualizado
  • 23/08/2015 02:00
Creado
  • 23/08/2015 02:00
Hay cosas que no puedes explicar, pero que van tejiendo tu entorno y te hacen quien eres. 

Tuve la suerte de crecer en un hogar con música: el piano era parte del mobiliario y siempre ocupó un lugar central en las casas que vivimos. Dos cosas estaban garantizadas en el auto de mis padres: aire acondicionado polar, y música: clásica, popular, marchas de John Philip Soussa –seguramente resabios del colegio militar de mi papá-, Pedro Vargas, Atahualpa Yupanqui, tamboreras panameñas y otras cosas innombrables… pero música, siempre, música.

Obvio que no sería precisamente lo que habría escogido yo, pero entonces se escuchaba lo que papá y mamá querían y ‘San Seacabó'. Bueno eso, o en los viajes al interior, cuando tenían que recurrir a artilugios para mantener entretenidos a cuatro niños apretados e impacientes, podíamos llegar tan bajo como cantar altísimo los himnos de los diferentes colegios, una suerte de competencia aterradora de cuestionable lealtad. Afortunadamente logramos hacernos de monumentales audífonos y, así comenzar a cincelar un gusto personal, evitando un posible fratricidio.

Desde que tuve uso de razón, mis cartas al Niño Dios (Santa Claus todavía no había llegado al trópico), sustentaban, con el encanto y la inocencia propios de la edad, la imperiosa necesidad de recibir una guitarra (eléctrica o acústica, pero mejor eléctrica), teclado, batería, tocadiscos, grabadora, discos… o cualquier otro elemento con el que pudiera hacer o reproducir música.

LOS PRIMEROS DIS

Los alegatos celestiales no siempre dieron resultado (alguna falla menor de comportamiento… o presupuesto), pero guitarra (acústica), grabadoras y audífonos fueron compañeros inseparables que viajarían conmigo donde quiera que fuera. Y ni hablar de la colección de discos: los cuidaba como si mi vida dependiera de ello. Además, para alguien a quien le aterran las fiestas, qué mejor oficio que el de DJ oficial, cuando aún no se sabía de DJs pero sí de ‘nerdas' que tenían música buena y no dejaban que le tocaran sus discos.

En las fiestas había música, siempre. La tradición familiar culminaba en navidades con mi mamá o su hermana mayor turnándose al piano, interpretando los clásicos villancicos o composiciones de mi madre, mientras 3 de sus hermanos cantaban alrededor y, el sexto, era público, porque aquello también era necesario. Y ni hablar de las panderetas pintadas por la abuela, cada una con un motivo diferente y el nombre de cada nieto en perfecta letra Palmer.

Pero la música no solo era para momentos importantes: eran pasillos y boleros tocados a dúo de piano y armónica, un domingo cualquiera después de almuerzo o, en las reuniones de juventud, los tres acordes de salsa que todos nos sabíamos, interpretados magistralmente y hasta el cansancio, por los más musicales del grupo.

¿Piano o guitarra? Así fuera de oído, algo tocaba. Horas y horas ‘componiendo' las piezas más atroces, transcribiendo alguna melodía con mi personalísimo sistema de notación musical. Toda la voluntad de mis padres no fue suficiente para que pudiera con pentagramas, escalas, arpegios y profesores formales, pero la falta de disciplina no impidió que piano y guitarra fueran amigos del alma. Nunca pensé que fuera algo especial: simplemente, en mi casa la música era tan importante como una conversación o los silencios. Era un lenguaje común y una forma de descubrir nuestro espacio en el mundo.

CONEXIÓN FAMILIAR

Antes de imaginarme casada o cómo sería tener hijos, una cosa tenía clara: la música sería parte de sus vidas como, seguro, sería parte de quien compartiera la suya conmigo. Y así fue. Desde bebés tenían una grabadora en la cuna, teclado y guitarra en algún rincón del cuarto… y un piano en medio de la casa.

Y, si no sabía cómo sería tener hijos, pues tampoco podía imaginarme siendo mamá de adolescentes. Pero algo tenía sentido para mí: no importaba la etapa de sus vidas, la música sería un lenguaje común entre nosotros. Y lo fue. Ni siquiera importaba si lo hacían con disciplina, no era una obligación: era descubrir un mundo que, de alguna manera, hacía que el día estuviera completo. Con la música nunca estarán solos, solía decirles.

Hay cosas que no te puedes explicar, pero que van tejiendo tu entorno y te hacen quien eres. Parecen inexplicables, pero las sientes cuando conectas con alguien a través de una melodía, confirmas que tu yerno toca guitarra, o escuchas a los amigos de tu hijo llegar a casa, y entre guitarras, batería, teclado, bajo y amplificadores, pasar horas y horas de conversaciones ‘jammeadas', entre palabras y risas. Son vitales, aunque no pienses en ellas, como no te das cuenta cuando respiras, o cuando fluye la sangre por tus venas, o cuando palpita tu corazón al compás de la vida.

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‘Nunca pensé que fuera algo especial: simplemente, en mi casa la música era tan importante como una conversación o los silencios. Era un lenguaje común y una forma de descubrir nuestro espacio en el mundo',

MIRIE DE LA GUARDIA

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