Los poderes de San Roque

Actualizado
  • 27/03/2016 01:00
Creado
  • 27/03/2016 01:00
Recuerdo mi orgullo al verme al espejo con el bastón, las faldas que arrastraban hasta el piso y las sandalias

Hace un montón de años ya, hace siglos, cuando no había ni internet ni celulares ni nada; cuando era un niño de apenas 9 años, caminé, con toda la inocencia propia de la edad, con toda esperanza, fe y alegría, la procesión de San Roque vestido, ataviado (diríase que disfrazado) con las ropas del santo francés originario de Montpellier Francia. (Recuerdo que cuando fue el mundial de Francia 98, ya cuando yo había dejado de creer en los poderes curativos de San Roque hacía mucho, me emocioné al ver que Montpellier era una de las ciudades en donde se celebrarían partidos. Me di cuenta, pues, a los 20 años, que aún le guardaba cariño a ese doctor que se había ido a curar a los leprosos y que murió contagiado de lepra, y que, posteriormente, por su acto de amor al prójimo, por su entrega y fe, fue convertido en santo por la iglesia católica. Le guardaba ternura y afecto a pesar de que ya no creyera en sus poderes.

Tal vez San Roque me recordaba mi inocencia perdida, mis ilusiones, la sensación de protección que me daban mis padres (que para ese entonces todavía no se habían separado). En fin, la cuestión es que caminé la procesión para que me curara el asma. (Obviamente la idea de que yo caminara la procesión vestido de San Roque fue de mi madre. Hace unos días, cuando fui a mi casa del campo, estuve revisando los álbumes de fotos y me di cuenta, con mucho pesar, de que no existe ninguna foto de mí vestido de San Roque).

La cosa es que recuerdo bien esa noche. Recuerdo mi felicidad, mi orgullo al verme al espejo con las telas, con el bastón, las faldas que arrastraban hasta el piso y las sandalias en su versión panameña, las famosas cutarras. Recuerdo también, con una mezcla de nostalgia, melancolía y satisfacción, la sonrisa de mi madre, su sonrisa plena, su sonrisa cielo, su rostro rollizo e iluminado, tan contenta de ver que su hijo era todo un católico creyente, sumergido en la fe y en la confianza de que San Roque curaría el asma para siempre.

Esa noche, ataviado me fui con ella a la iglesia. Todo el mundo me miraba y me felicitaba. También, claro, felicitaban a mi madre por tener a un hijo tan devoto y obediente. Entramos a la iglesia y todo fue canto y arrodillarse y pararse (eso, generalmente, me aburría, pero esa noche todo era especial). Por fin el padre dio el ‘podéis id en paz' y sonaron las campanas. Salimos de la iglesia y me puse casi al frente de la procesión junto al altar que cargarían los hombres más sanos y fuertes. Allí iba yo detrás de la estatua de San Roque y su perrito, el que le lamía las heridas (el perro de San Roque se merece una columna solo para él; prometo escribirla).

San Roque, por supuesto, no me curó el asma, o por lo menos, si lo hizo, se tomó su tiempo. Tres años después, cuando cumplí doce años, luego de varias crisis que me llevaron al hospital, el asma se me calmó. Los doctores le dijeron a mi madre que a algunos niños el asma se les cura al entrar en la pubertad, y, bueno, yo a los doce ya estaba teniendo las primeras manifestaciones de que mi niñez se estaba acabando. Yo le creí a los doctores. Todavía les creo. Creo en la ciencia. Pero, a veces, cuando recuerdo la sonrisa de mi madre, me dan ganas de creer que en efecto fue San Roque el que me curó.

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