Uno que es el grupo de Bohuslan Big Band fue en el Centro de Convenciones de Ciudad del Saber
En la plaza toca:
Porque Puma Zumix Grupo juvenil que interpreta...
Ela Urriola (David, 1971) acaba de ser elegida como académica correspondiente de la Academia Panameña de la Lengua, al igual que su colega Consuelo Tomás Fitzgerald. Dice que está feliz, deseosa de seguir contribuyendo y pidiendo al más allá que los días tengan 28 horas productivas. Su talento, perfectamente desmenuzado en sus diferentes facetas –artista, escritora, pintora, profesora– la convierten en puñado cultural patrio capaz de transformar y tocar generaciones.
También es una filósofa de carne y hueso, chiricana con vestigios checos heredados del exilio, de ojos negros, sonrisa transparente, cabello azabache, piel clara que muestra ojeras tenues producto de muchas páginas y momentos maternales: tan fina, tan sencilla, tan culta. Una simpática erudita analógica en tiempos digitales. “Me estrené en el Whatsapp tardíamente. Me hacen bullying por no tener redes sociales. Admiro a esa gente que tiene la capacidad de producir y responder todo el tiempo. Lo que sucede es que el tiempo no me alcanza”, ríe.
De pequeña, cuando acompañaba a su padre a las fiestas de sus amigos, en vez de jugar con los niños de su edad, se escondía en las bibliotecas ajenas y permanecía allí toda la faena. Una Matilda panameña que sí tuvo un mentor y una vida vasta en cultura.
A Ela la conocieron muchos lectores por La nieve sobre la arena, La edad de la rosa, Agujeros negros y El vértigo de los ángeles. Su nombre ha resonado en los medios por sus múltiples aplausos literarios: Ganadora del Concurso Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Carlos Francisco Changmarin 2020, dos veces premio Ricardo Miró, premio Anita Villalaz 'Escritora del año' y Premio Nacional de Cuento 'José María Sánchez'.
Nos recibe vía Zoom, al fondo la colosal biblioteca heredada de su padre, el poeta y narrador Ornel Urriola Marcucci. Si uno es producto de lo que lee, supongo que Ela es un mundo brillante y sabio, agudo y sensible, crítico y discursivo, sin hambre de un selfie que lo demuestre.
Una aprendiz y una lectora. Alguien que aspira a ser un mejor ser humano cada día.
Mi padre me leía a Neruda, entre otras cosas, también me enseñó a dibujar y a ser fuerte. De mi madre recuerdo el gran optimismo que nos mantenía a todos a flote, todavía hoy, ella es mi brújula, mi gran faro. Viví del otro lado del océano, pero soy chiricana; he regresado a este país muchas veces y he retornado a Praga tantas otras, la ciudad donde nacieron mis hermanos. La infancia fragmentada y los maravillosos padres que tuve me han hecho ser quien soy. Le doy gracias a la vida por ellos, por cada día de mi infancia también.
Sí. Resultaba extraño que me refugiara en las bibliotecas de las casas que visitábamos, en lugar de ir a jugar con los otros niños. Tuve alguna experiencia de acoso por parte de profesores también, cuando interpretaba las lecturas a mi manera y trataba de defender mi punto de vista.
A sobrevivir y a seguir viviendo, especialmente en las ocasiones en que uno se siente impotente frente a la injusticia y la adversidad. Las veces en que alzar la voz no fue suficiente para intentar cambiar las cosas, el mejor salvavidas ha sido el arte y la literatura.
George Santayana, Unamuno, María Zambrano, Simone Weil, José Martí, por mencionar solo unos pocos filósofos y poetas. Yo soy una aprendiz de ambos océanos.
Empecé a escribir como necesidad, mucho antes de imaginar que sería escritora. Me atreví a publicar cuando me percaté de que aquello que escribía para mí les interesaba a otros.
Franz Kafka, todavía hoy. Lo encontré en la biblioteca de mi padre a los 13 años y me leí El proceso de un tirón: “Posiblemente algún desconocido había calumniado a Joseph K., pues sin que este hubiese hecho nada punible, fue detenido una mañana”. ¿No es fantástico? He allí un universo existencial, ético, axiológico y hasta poético de la realidad actual, de la realidad de cualquier época, porque lo absurdo lo conoce cada habitante del planeta.
Cancionero y romancero de ausencias, de Miguel Hernández; La Odisea, de Homero; El extranjero, de Albert Camus, y una hermosa edición de Mafalda que me obsequió mi padre, la que me abrió, muy pequeña, los ojos a la desigualdad y la injusticia en nuestro continente.
Sí, por supuesto. A veces influye en el “qué” y otras en el “cómo”. Indefectiblemente influye en la búsqueda, en la inagotable necesidad de dejar algo en el mundo.
La capacidad de generar asombro y empatía desde la ficción. Todavía hoy me enternece, me emociona.
La poesía tiene el poder de detenernos, de hacernos conscientes de la vida, entre otras cosas. Decir vida es decir mucho: una multiplicidad de conceptos se originan en esta palabra de cuatro letras. Cuando era estudiante conformamos un grupo ambientalista y cultural que tenía ese nombre “Vida”, y era exactamente eso: nos inspirábamos en la naturaleza, en el otro, en la convivencia, en la historia, en el futuro, en el bienestar, en la música y en todas las formas creativas. Normalmente uno empieza a escribir cuando empieza a problematizar la vida, cuando la existencia genera preguntas. Cuando uno empieza a vivir, y es consciente de ello. La poesía, en tiempos de guerra o de paz, en tiempos donde impera el ruido, la mentira y la mediocridad tiene un poder intraducible; nadie lo podría decir mejor que Gabriel Celaya: “La poesía es un arma cargada de futuro”.
La alienación, ese estadio que anula la conciencia y la creatividad, que desintegra la capacidad de asombrarse y de cambiar el mundo. El humano es capaz de inspirarse en situaciones difíciles y complejas como la muerte o la guerra, puede crear belleza a partir de la adversidad y traducirlo en todas las manifestaciones artísticas y literarias, pero una mente alienada es incapaz de conmoverse o criticar, mucho menos de crear o apreciar poesía.
No lo creo, pero a muchos les resulta conveniente que se vea así. Más allá de la personalidad, está el sentido de lo que se hace. Si bien es cierto que en la mayoría de los casos, el humano necesita algo de soledad para crear o para pensar, el resultado es lo más generoso y solidario que pueda existir. La “gratuidad” de la obra de arte –como en la naturaleza– es maravillosa: no necesitamos ser los dueños de un libro o de un cuadro para disfrutarlo, lo mismo que no necesitamos “poseer” un guayacán para deleitarnos con su belleza. Un libro no se agota con las innumerables lecturas que pueda suscitar, ni la obra de arte disminuye su valor aunque sea apreciada millones de veces; el pensamiento es la materia prima para transformar el mundo de todos. Entonces, ¿no serían el arte, la literatura y el pensamiento lo más generoso que el ser humano pueda dar de su existencia?
Es un lector leal: si le gusta una obra de un determinado autor, sigue buscando otras obras, no le pierde la pista. Además, es comunicativo. Yo he vivido maravillosas experiencias donde lectores me escriben para hacerme saber lo que han sentido tras leer un poema o un cuento; lo hacen de manera espontánea, sincera. Posiblemente sea un rasgo de nuestra idiosincrasia: el panameño es amigable por naturaleza, si se da la oportunidad, establece un puente y lo cruza. Recibo correos de lectores de todas las edades que me escriben sobre un personaje, sobre un sentimiento que surge al concluir una lectura, incluso, sobre alguna duda. Para mí, eso es lo más valioso, lo que me impulsa a escribir; seguramente es la mayor recompensa para un escritor, el escuchar el eco de sus palabras en alguien que las hace suyas.
Quienes nos representen deberían leer, y mucho. Y, de hacerlo, aplicar aquello que han leído, repensar en las palabras propias y ajenas. Respondiendo a la pregunta, me tomaría la libertad de recomendarles Los cuatro libros de Confucio, precisamente por las reflexiones allí vertidas en torno al deber ser de los gobernantes, la ética y las leyes; por la importancia de la enseñanza, el deber y el ejemplo, y en esa misma línea recomendaría también De la brevedad de la vida, de Séneca, así como Utopía, de Tomás Moro, para que revisemos la lucidez de una mente que pensaba lo que deberían tener los ciudadanos en el siglo XVI (y lo que deberíamos avanzar hoy, aquí y ahora); recomendaría El hombre mediocre, de José Ingenieros; La vejez, de Simone de Beauvoir; también el Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago; El arte de amar, de Erich Fromm; por supuesto, Ética de urgencia de Fernando Savater; y, por último, que lean mi poemario El vértigo de los ángeles, a ver si nos inspiramos para abordar de manera responsable la protección a los niños de este país.
El tema central de La edad de la rosa es, precisamente, acercar el trabajo, la vida y la capacidad creadora, pero también el sufrimiento y el abismo de grandes mujeres de la poesía y el arte universal. El resultado es un libro que pone a hablar a las mujeres en un pequeño homenaje: cada poema es la voz, el grito, la furia, el dolor, pero también el placer y la reivindicación de los sueños de magníficas guerreras de la palabra y el pincel.
La mujeres se han ganado un sitio con su esfuerzo, su lucha y su trabajo, no pocas veces con su sangre; las escritoras, en la actualidad, son mucho más valoradas que en épocas anteriores, pero, por supuesto, no es suficiente. Hay una cuota de sacrificio invisible en cada mujer que triunfa en cualquier campo, una deuda que se dice “voluntaria”, pero que, a fin de cuentas, las pone a competir en desventaja, a vencer obstáculos que, en la mayoría de los casos, no tienen que vencer los hombres.
Todo, absolutamente todo. La niñez panameña ha sido desoída, desatendida, maltratada, y esta sociedad lo ha permitido. Sin niños no hay futuro. El derecho a ser niños es fundamental para que mañana tengamos ciudadanos completos, habitantes íntegros y felices. Un país realmente desarrollado no debería tener las vergonzosas estadísticas de “madres-niñas” que tenemos hoy.
A todo: a gritar la injusticia, a sobrevivir; a encontrar parangones históricos; repensar el presente, el futuro y el poder de cada generación; la literatura ayuda como un oasis, pero, también, nos permite apreciar la belleza que el ser humano es capaz de realizar, y olvidar por un momento la muerte y la crueldad que, desafortunadamente, también es capaz de producir.
Ningún artista debería sufrir las consecuencias por expresar su opinión o materializarla en una expresión artística determinada (porque el arte es libertad y vida), pero la historia demuestra lo contrario. Los artistas rusos ya están sufriendo las consecuencias de expresarse dentro de su país y, fuera de Rusia, lamentablemente, también estarán sufriendo solo por el hecho de ser rusos (aunque no estén de acuerdo con esta invasión y salgan, precisamente, por el hecho de ser perseguidos), como en su momento lo hicieran miles de artistas de otros países en distintos momentos históricos.
No creo que haya alguien completamente ajeno a las redes sociales y al celular –por voluntad propia–, y de haberlo, puede resultar realmente difícil mantenerse así por un buen tiempo. Yo lo he intentado sin éxito, lo de cultivar, en la medida de lo posible, la comunicación directa: me gusta responder con mensajes personalizados cuando alguien me escribe. Por supuesto, utilizo celular y tengo una página web (www.elaurriola.com), pero debido a la multiplicidad de proyectos y procesos creativos pendientes, soy consciente del tiempo que me demandaría mantener redes sociales y estar activa en ellas. Sin embargo, reconozco la capacidad de algunas personas para llevar a cabo ambas cosas, y no descarto la posibilidad de abrir una red social en algún momento.
Todo cambio plantea la posibilidad de asombro, de esperanza y positividad, aunque también puede suscitar lo contrario. Una mujer al frente de un Ministerio de Cultura representa, además, un paso hacia los cambios que esta sociedad necesita: espacios para las mujeres, un país que impulse un desarrollo integral cónsono con el siglo XXI. Esperamos con entusiasmo la nueva gestión, los nuevos proyectos y las nuevas propuestas.
Es preciso recordar, como dijo Heráclito, que todo cambia, es decir, lo único que no cambia es la ley del cambio. Cambian las personas, el mundo que las contiene, cambia la manera de comunicarse, mas no la necesidad de hacerlo. Cambia, por supuesto, la manera en que hablamos, y en ocasiones surge la nostalgia por el modo, la ponderación y por la responsabilidad que tenemos de hablar, al menos nuestra lengua, lo más correctamente posible. Habría que entender también cómo presentamos a los niños el lenguaje, y allí, por supuesto, no solo nos encontramos en un debate acerca del qué sino del cómo. Un debate que podría oscilar entre la dimensión ética y estética, donde también quedaría de manifiesto lo que somos, lo que seremos. Y aquí me refiero a algo mucho más profundo, como la corrección, que no gramatical, sino moral. ¿Cómo nombramos las cosas? ¿Cómo ocupamos, por medio de la palabra, el mundo? Pienso que es algo que tenemos pendiente desde la educación, porque hablar, describir, nombrar, argumentar nos hace no solo mejores conocedores de nuestro idioma, sino también, mejores personas. A propósito, el español sí que ha ganado terreno en el mundo: en el informe que el Instituto Cervantes presentó en Nueva York en el año 2019, el español se perfilaba como el cuarto idioma más fuerte en el mundo, y el interés en el estudio de nuestro idioma había aumentando en países como Alemania, Italia o Suecia, en relación con años anteriores.