El último sueño del hombre condenado

Actualizado
  • 17/08/2014 02:00
Creado
  • 17/08/2014 02:00
A nadie le interesa demasiado la poesía y mucho menos los poetas. Menos la obra de Hughes y Plath

Hay días en que David se queda callado por periodos largos. Luego irrumpe y dice cosas que supongo que son importantes para un poeta o artista consagrado. Dice, por ejemplo: ‘Tengo algo que decir, y al que no le guste que se joda: Ted Hughes es mejor que Sylvia Plath, infinitamente. No es una opinión. Es la verdad. Tangible, dura como una roca en la frente de los sofista’. Yo conozco, al menos de nombre, es decir superficialmente, a ambos poetas. Es evidente que no me interesan demasiado. A nadie le interesa demasiado la poesía y mucho menos los poetas. Afortunadamente. David también cree que es una fortuna, pero a veces duda, se la sale el cobre, como decimos en esta patria que no existe.

En el fondo David es consciente de lo inútil que es el verso, el arte, la música. Por eso ha tardado tanto en hablar. Delibera si decir semejante cosa vale la pena o no. Finalmente ha decidido gritarlo porque seguro está de que es una estupidez, y las estupideces son parientes de los milagros. A veces la estupidez se la dice al cantinero y este sonríe y le sirve una cerveza. A veces el comentario es absurdo (con cojones) y la cerveza baja gratis.

Hughes y Plath, sin embargo, no han funcionado. Felizmente, Maradona y Pelé son efectivos la mayoría del tiempo. A veces Pelé es el mejor, otras veces Maradona. Se forma la discusión y los borrachos son felices porque pueden escupir su opinión en las mesas y vasos. Escupen, escupen los borrachos. Y luego la algarabía y entonces David callado. David se queda en silencio y llora.

Durante uno de esos silencios lacrimógenos me pasó un pedazo de papel y me dijo: ‘Léelo, lo entenderás, la tuya también se fue; solo vete al orinal si ves que vas a berrear, hoy no tengo paciencia para lloriqueos’. Este fue el texto que me pasó: El prisionero sabía que a la mañana siguiente sería ejecutado. Soñó despierto con todo lo que le daba sentido a su vida. No soñó con su general, ni con su bandera, ni siquiera con sus compañeros de armas. Soñó con su prometida, una joven de cabello largo y ojos brillantes. También soñó con su madre.

La mañana llegó acompañada de un sol indiferente. Lo llevaron cerca de unos matorrales, en donde empezaba el follaje. Lo hicieron arrodillarse. Cuando sintió la tierra hundirse bajo el peso de sus rodillas, balbuceó algo en su idioma. El sargento enemigo le preguntó a un soldado que había hecho de intérprete a lo largo de toda la contienda qué había dicho el prisionero. ‘El prisionero quiere morir de pie, mi sargento’, contestó el soldado intérprete, no sin emoción en la voz. El sargento miró la nuca del prisionero y meditó por unos segundos; suspiró hondamente y finalmente dijo, áspero: ‘Dile que se levante’. El sargento se puso las manos en la espalda y se alejó unos metros del sitio de la ejecución. El prisionero, ya de pie, sintió la punta de la bayoneta en la cabeza, cerró los ojos, alcanzó a escuchar alguno que otro quejido del viento y el revolotear de pájaros a lo lejos, percibió la mano del sol, no tan indiferente después de todo. Cuando por fin escuchó el clic del gatillo, pensó: ‘Mamá’. Su cuerpo se desplomó sobre la tierra. Solo su cuerpo.

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