Panamá, una aventura

Actualizado
  • 20/12/2018 01:00
Creado
  • 20/12/2018 01:00
‘Santiago se convirtió en el marco ideal para la experiencia que estaba por descubrir'

Durante años, muchísimos años... el nombre de mi abuelo, el escultor, estuvo dormido… ¿en el olvido? Mi abuelo era eso: mi abuelo, desde que dejó de estar entre nosotros. Su celebridad reposaba en sus no firmadas obras y en el imponente Monumento de Carabobo donde casi nadie se acerca a leer la placa que tiene su nombre.

De repente, la necesidad de realizar un trabajo de ascenso para la universidad donde trabajo, me impone pensar en un tema; entonces se confabulan mente y corazón cuando entre sueños la voz de mi padre parece decirme: ‘Habla de tu abuelo'.

Desde allí todo parece ser luces, información que surge al paso incluso más allá de mis alrededores, de mi país… un artista quijotesco y encantador —Aristides Ureña— quiere restablecer la autoría de una obra exquisita a quien un escultor, casi desconocido —mi abuelo—, dedicó esfuerzo y amor en realizar: el frontis de la Escuela Normal de Santiago. Primero un email , luego varios diariamente; a partir de allí, todo es intercambio de información y de simpatía que se confabulan para que surja una amistad que se hace entrañable sin tomar en cuenta la distancia.

Entonces surge la invitación de Aristides para conocer de cerca el frontis, verlo y tocarlo, en Santiago de Veraguas.

Viajar a Panamá fue una aventura para una profesora dedicada, desde hacía años, a sus libros y sus clases; para una madre-esposa que jamás había concebido la idea de dejar, siquiera un día, su hogar. Surgieron todas las dificultades y los obstáculos que pudieran imaginarse: económicos, laborales... incluso la obtención del pasaporte, que terminó siendo uno provisional que me fue entregado un viernes a las tres de la tarde, para salir corriendo a la línea aérea que me vendía el último pasaje que quedaba para salir tres días después a Panamá. Mi abuelo me llevaba de la mano salvando obstáculos casi imposibles de vencer; parecía que él hubiese hecho un pacto mágico con aquel artista profundamente panameño que piensa en italiano y pinta con la seducción y la fantasía vibrante de un hispanoamericano.

Me sentí personaje de una novela, sola en el aeropuerto donde, curiosamente, todos con quienes me topaba rebosaban simpatía. Aristides me esperaba puntual y sonriente. Verlo fue reconocer a un amigo de toda la vida e iniciar una conversación animada, valiosa, interesante, inolvidable que duró los cinco días que estuve en Panamá.

Entonces apareció en mi vida Santiago de Veraguas, y si el solo nombrar a Panamá siempre fue suficiente para hacerme viajar a mi infancia, a las reuniones en casa de mis abuelos, a las fotos sepia de la adolescencia de mi padre y de mis tíos, que no podían evitar sonreír con nostalgia y picardía al recordarse en aquellos años inolvidables, Santiago se convirtió en el marco ideal para la experiencia que estaba por descubrir.

En mis investigaciones, había encontrado tantas veces a mi abuelo refiriéndose a su frontis en la Escuela Normal; incluso, recordaba su voz hablando de él, sus dedos delineando la obra, pero jamás había visto yo una fotografía detallada de ella, apenas de lejos en alguna página de internet.

Describir mi sensación ante la obra, tratar de entenderme ante el frontis, no tiene sentido al traducirse en palabras: sorpresa, admiración, orgullo… me maravillé, lloré, me invadió la felicidad, el placer de disfrutar ante la exquisita y grandiosa delicadeza de aquella obra de arte y, en ese momento, redescubrí el amor y el respeto hacia mi abuelo escultor.

Más allá de trabajar como sabio investigador que sabe reconocer la técnica, Aristides aprendió a descubrir el verdadero sentir de mi abuelo cuando imaginaba, cuando creaba… fue solo cuestión de días para que dejara de ser solo mi abuelo para ser ‘el nonno', como lo bautizó Aristides, nuestro nonno, de él y mío.

Ese viaje a Panamá me convirtió en investigadora, en autora de un libro premiado… pero, más allá de eso, me conectó con la obra de mi abuelo, con toda su obra; Aristides fue mi maestro sobre el trabajo escultórico de Rodríguez del Villar, con él aprendí a identificar detalles, temáticas. Me enseñó a entender el punto de vista histórico de mi abuelo y su enfoque artístico; compartir con él su admiración por la obra del nonno despertó en mí una nueva valoración intensificada por la mirada de respeto que este artista panameño, conocedor agudo y sabio creador, profesa a la obra de Rodríguez del Villar. Desde entonces, mi acercamiento a los monumentos y esculturas de mi abuelo posee la sólida comprensión necesaria para el análisis y la sublime chispa necesaria para despertar en mí el placer estético en toda su amplitud y profundidad.

Aristides decidió adoptar a un nonno artista, aprendí a entender el valor de tener un abuelo escultor. [Antonio Rodríguez Del Villar].

Al parecer, Panamá se convirtió, para mí, en mucho más que fotos viejas en un álbum familiar y anécdotas entrañables que adornaron mi infancia: Panamá inició una nueva etapa de mi vida marcada por la misión de revalorar y dar a conocer la producción artística de Antonio Rodríguez del Villar.

Tomado de ‘El Escorial de América, los misterios de las decoraciones de la obra veragüense '.

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