Puerto Rico, el paraíso perdido

Actualizado
  • 23/10/2017 02:00
Creado
  • 23/10/2017 02:00
Esta es la historia del drama que vive la isla y comparte el diario boricua ‘El Nuevo Día' con ‘La Estrella de Panamá'

‘Jesús de Nazaret, yo te doy las gracias por haberme permitido ver un día más en esta tierra santísima'. Con esas palabras, dichas con fuerza de barítono, empieza el día en la casa que comparten Benito Belén y Catalina ‘Catín' Rodríguez, en una altísima loma del barrio Caonillas de Utuado, en la zona montañosa central de Puerto Rico. Es poco más de las 7:00 de la mañana. La invocación la hace Benito, quien tiene casi 81 años. Recién se levantó, tomó un café prieto hecho por Catín con granos cultivados por él mismo y después fuma un cigarrillo, mientras, reflexivo, mira desde su patio la inmóvil neblina que cubre las vastas montañas que rodean su casa.

La neblina es traspasada por el rumor invariable del río Caonillas, que, cuando el horizonte está claro, se ve desde la loma como una serpiente de agua desplazándose entre piedras y pendientes.

‘El río cogió fuego', dice Benito, riendo, cuando se le pregunta por la neblina. Es un anciano macizo, de brazos fibrosos, manos ásperas, piel cobriza curtida por el sol y los quehaceres. Catín, con el pelo negrísimo a los 68 años, tiene la vitalidad de una jovencita.

La casa, de cemento, fue construida por Benito, quien no es ingeniero, sino que trabajó por 48 años como operador de equipo pesado.

Resistió como una titana el embate del huracán María, que hace un mes, el 20 de septiembre, atravesó Puerto Rico con vientos de hasta 140 millas por hora, destruyendo miles de viviendas, dejando al país sin electricidad y sin agua potable y al borde de una crisis humanitaria.

No perdió ni una hoja de ventana. El único daño fue que el huracán voló el techo de un pequeño rancho que Catín usaba como cuarto para la lavadora y los cachibaches. No puede decirse lo mismo del entorno. El paisaje, antes exuberante, parece ahora un garabato: incontables árboles caídos, quebradas salidas de control, techos volados en casas vecinas, destrucción de la flora, carreteras cuarteadas y más derrumbes de los que se pueden contar.

Uno de esos derrumbes bloquea desde el huracán la única entrada de la casa, lo cual los mantiene aislados.

‘YO NO ESTOY PENDIENTE DE LA AYUDA DE NADIE. YO ESTOY PENDIENTE DE DIOS',

BENITO BELÉN

VECINO DE UTUADO (PUERTO RICO)

No les ha ido peor porque vecinos, familiares y amistades se las han arreglado para, saltando sobre derrumbes, ramas, troncos y carreteras dañadas, hacerles llegar casi todo lo que necesitan.

No tienen luz, agua potable ni teléfono. No han podido establecer contacto con la mayoría de sus familiares.

Hay una hija que no han visto desde que el día antes del huracán y dejó allí su carro porque le parecía que estaba más seguro que en su propia casa. Benito y Catín sonríen y siguen laborando en los quehaceres de la casa y sus alrededores. Quien los ve, creería que en su vida no hay contratiempos mayores de lo que están sufriendo miles y miles de familias sin luz, sin agua, sin trabajo, sin teléfono, con acceso limitado o esporádico a alimentos y cuidados médicos.

Pero bajo la superficie están, como verdades ocultas en lo profundo de un pozo, los dramas, temores y angustias con las que batallan los puertorriqueños y puertorriqueñas de todas las edades y clases sociales en la resaca del huracán más destructivo en la historia de la isla, el terreno minado de verdades ominosas, recuerdos dolorosos y expectativas quebrantadas que dejó a su paso María.

Dos periodistas de El Nuevo Día pasamos 24 horas con Benito y Catín. Pasamos todo un día y toda una noche con ellos. Vimos lo que no se ve a simple vista, más allá de las maneras corteses del jíbaro, de la hospitalidad sin reservas de los campesinos, del calor con el que comparten con todo el que llega a su casa, lo poco que tienen. Vamos a contarlo ahora.

‘TENGO QUE SUDAR EL CUERPO'

La niebla empieza a disiparse y a surgir nítida la imagen de las montañas con la vegetación desolada por María, de las colinas verdes con inmensas manchas moradas por los derrumbes, del río, siempre constante, allá abajo, chocando sus aguas turbias contra las piedras.

Aunque hace dos días que no llueve, todavía huele a tierra húmeda. Pájaros de especies ya no muy vistas en el resto de Puerto Rico, como pitirres, papagayos, zumbadores, saltan eléctricos de árbol desnudo a árbol desnudo.

Benito termina su cigarrillo y lo pisa con su sandalia. Se excusa: ‘Yo casi no fumo, pero en estos días cada vez que viene alguien lo primero que le digo es que me traiga una caja de cigarrillos, porque esto es algo que entretiene. Pero no se puede coger vicio, porque hace daño'.

Benito está retirado hace años, pero no se detiene. Sus días, más ahora que no tiene televisión, ni muchos familiares que puedan visitarlo, los pasa en los alrededores de la casa cortando ramas, limpiando escombros, haciendo zanjas, alimentando sus gallinas, sus perros y la yegua de uno de sus cinco hijos, que pernocta en un rancho junto a la casa.

‘Yo tengo que estar sudando el cuerpo', dice, mientras se sienta en el balcón a ponerse las botas de hule y su gorra de béisbol sobre una camiseta que lleva en la cabeza para que le proteja del sol mientras está en sus faenas.

En la radio de baterías, una ristra de anuncios, todos relacionados con el huracán, seguido de un funcionario recitando los porcentajes de todo lo que se ha avanzado desde el paso del huracán y la promesa de que la electricidad regresará al 95% del país a tiempo para la Navidad.

En una isla en la que todavía cerca del 85% no tiene energía eléctrica, parecen palabras dichas desde otra galaxia, del todo distante de lo que se vive aquí, donde no hay luz ni agua potable en millas, barrios y municipios a la redonda y donde ni siquiera el camino que lleva a la casa ha sido limpiado.

Benito lo oye y en su rostro se pinta la sonrisa incrédula de quien, por haberlo visto casi todo, no cree ya en casi nada. ‘Tardaremos en ver eso', sentencia.

‘Yo no sufro mucho', agrega, ‘porque yo vine a ver luz eléctrica en el 65. Tenía 29 años'. Paso seguido, agrega: ‘Pero, ¿qué sucede? Cuando era joven, no tenía el dolor de no tener televisión, de no tener electricidad. Ahora uno siente el golpe'.

Benito cuenta que bañarse con agua fría le agrava su padecimiento de artritis, pero que también extraña los programas de lucha libre, que disfruta no porque ‘estén matándose unos a otros, sino por la acrobacia'.

Catín llama desde la cocina. Hay crema de maíz de desayuno. Esta vez, la hizo en la estufa de gas, porque un familiar pudo reparar la línea que fue dañada por María. Por diez días después del huracán, Catín volvió a cocinar con leña, como en su distante niñez en este mismo barrio. Se ponía una camiseta en forma de mascarilla, porque el humo le agrava su condición de asmática, encendía los troncos que le llevaba Benito, hacía su fogata y de allí comían familia y vecinos. Presume de lo bien que le quedaban el arroz con habichuelas y el café, al carbón. ‘Le di gracias a Dios por lo que mi mamá me enseñó, a cocinar con leña y a lavar en el río. Si no, me hubiera visto en aguas bravas', dice Catín, quien en esta ocasión no ha lavado en el río porque no tiene acceso, pero improvisó una lavadora manual con un rodillo viejo que presiona sobre la ropa en un balde con detergente.

‘La voy lavando según nos la vamos poniendo', nos dijo.

En la cocina, Benito dispone en un santiamén de la crema de maíz. A Catín, quien trabajó de cocinera en restaurantes de la zona, no se le ve comer. ‘Yo como cuando ustedes no están', dice, riendo. La casa se ve limpia, ordenada, cuidada con esmero. Pero a Catín no le parece suficiente y se excusa: ‘No estoy acostumbrada a tener la casa así, sucia. Mi casa tiene que brillar. Pero es que el agua no me da'.

En la casa, hay agua de un manantial de montaña arriba y que es llevada a su casa a través de un improvisado sistema de tuberías plásticas y cisternas que va de casa en casa entre la residencia de Benito y Catín y varios familiares que viven más arriba. Todos viven en una finca que perteneció al padre de Catín y que fue segregado entre hijos y nietos cuando el hombre falleció.

‘NO VOY A ESTAR TRANQUILA'

Tras el desayuno, Benito y Catín bajan la cuesta que lleva a su casa. Van al establo de Mileinis, la hermosa yegua de diez años, blanca, con destellos grises en la crin, de su hijo Juan Pablo.

Mientras Benito corta ramas y recoge basura, Catín la alimenta con afecto. ‘Estás sucia, mami, pero no te preocupes, que cuando llegue el agua se te baña', le dice, mientras la acaricia.

Después de alimentar la yegua, Benito y Catín siguen bajando la cuesta, hasta donde pueden llegar. Tierra ya seca, ramas, árboles caídos, pedazos de zinc, bloquean el paso. Desde María, Benito y Catín no han podido salir de su casa.

No han visto a su hija Enid, ni a su nieto Denuel, alias ‘Pipo'. ‘Me dice mi yerno, que ha venido, que están bien. Pero yo hasta que no la vea, no la toque, no la abrace, no voy a estar tranquila, no voy a dormir tranquila', cuenta Catín.

Cuando terminan de alimentar la yegua, es casi hora de almorzar. Vuelven a la casa. Subiendo la empinada cuesta sin quejarse, los dos ancianos van reflexionando en voz alta. ‘Si mi esposa se enferma, ¿qué yo voy a hacer? ¿O si me enfermo yo? ¿Cuánto va del ciclón? ¡Un mes! Eso tenían que haberlo limpiado hace tiempo', dice Benito.

A Catín le preocupa su hermano, Miguel, quien vive montaña arriba, también incomunicado y es paciente de gota, recién operado y perdió su empleo como jardinero. ‘Se la pasa brincando entre escombros, para ir de un sitio a otro. Me da miedo que se dé un resbalón y caiga al río', dice Catín.

El almuerzo es carne fiambre enlatada picada en tiras y tostones de plátano con una salsa preparada por Catín. Los tostones vienen de matas de plátano que María derribó, pero se pudieron salvar. Catín vuelve a excusarse: ‘Ensalada no hay porque no hay luz. Pero eso con lo que combina es con una buena ensalada verde'. Después del almuerzo, Benito decide reposar en el balcón, mientras Catín va a la ronda diaria por las casas de sus familiares. Maniobrando a pie por empinadas cuestas y caminos bloqueados por árboles y ramas, visita la casa de su hermano Miguel y su esposa Genoveva Cortés, quienes tienen refugiado a su sobrino Carlos Vázquez, hijo, con su esposa Lydia Ruiz, cuya casa perdió el techo. Después va donde su hermana, Juana Rodríguez, quien vive con su esposo Carlos Vázquez, padre, en una casa de madera a orillas de una pronunciada pendiente. No hay allí más tema que el huracán. Había pasado un mes de la tormenta, pero lo hablan con el mismo énfasis, con la misma mirada aterrada con la que estarían contando algo sucedido un par de horas atrás. ‘Yo nunca creí que iba a ver una cosa así', dice Carlos.

De regreso a la casa, Catín encuentra a Benito dormitando en el balcón, con el radio prendido en una estación de noticias.

Benito se queja de los que se quejan por radio de la tardanza en la asistencia de FEMA, la agencia estadounidense a cargo de asistir a los afectados por el huracán. “Yo lo que vivo es de un segurito social y (FEMA) no me va a dar ni para poner unas planchitas de zinc. Pero yo no estoy pendiente de (la ayuda) nadie. Yo estoy pendiente de Dios”, dice.

“Cinco minutos”
Interrumpe sus cavilaciones el rumor de maquinaria en la cuesta que da a la casa. Llegó, por fin, el municipio a limpiar el camino por el que no han podido salir. Benito baja la cuesta apresurado y entusiasmado, machete en mano para ayudar en lo necesario, visualizando ya el momento en que pueda bajar con Catín en su Suzuki Vitara a ver a su nieto, hacer sus propias compras, visitar sus médicos, valerse por sí mismos, lo que no han podido hacer durante un mes.
Catín lo espera cuesta arriba. No más de cinco minutos después se ve a Benito subir con rostro decepcionado.
“Se le pinchó una llanta a la máquina. No puede hacer el trabajo. Pero ya la máquina está ahí, ya los tenemos cogidos por el cuello”, dice, tratando de consolarse.
Vuelven con el mismo amor a la casa. Un helicóptero del Servicio de Frontera de Estados Unidos que ha estado todo el día rondando el barrio desciende en un promontorio cercano.
Desde la casa de Catín, una loma impide ver qué trae ni a quién se lo dejan.
Lo único que se ve es cuando un militar sube a otra loma y le hace fotos a la nave.
En casa de Catín y Benito, mientras tanto, la tarde avanza y, con él, la certeza de que otras 24 horas están por terminar sin que, para ellos, la recuperación tras el paso del huracán María haya avanzado ni un paso. Ni siquiera, viéndolo bien, ha comenzado. Aquí, como en tantos sitios de Puerto Rico, están igual que el primer día.   La energía que han exhibido durante el día empieza a agotarse hasta que, ya casi en la frontera con la noche, un evento inesperado les espanta la melancolía. Cuando ya Catín se ha metido a la cocina casi en penumbras a preparar la cena y Benito sigue oyendo noticias en el balcón, se anuncia con una voz como de pajarito, la llegada de un niño que se oye subiendo por la cuesta.
"Me alimento con eso"

-¡Catín, mira quién llegó!, exclama Benito, entusiasmado de repente. Catín sale apresurada de la casa con los brazos abiertos de par en par. Enid, la hija que vive a unos diez minutos en tiempos normales, pero que no han visto desde el paso del huracán, ni siquiera hablado con ella, llegó por sorpresa con su esposo, Jesús Fernández y su hijo de tres años, Denuel, al que ellos llaman "Pipo". Los abrazos parecen eternos. Catín le toma el rostro entre los brazos a su hija, la toca, la besa, le dice "hija querida, por fin te veo". Benito se inclina sonriendo con la boca y con los ojos y toma al niño de largos rizos en brazos. "Ahora puedo dormir tranquila. Yo no podía dormir hasta que no te viera", le dice Catín al niño.

El tiempo se detiene en torno a ellos mientras duran los abrazos.  Un silencio sobrenatural parecería rodearlos.

El encuentro tuvo lugar el miércoles. Habían pasado en ese momento 29 días desde la última vez que se vieron, desde la última vez que pudieron hablar.
Hubo conversaciones privadas entre ellos. Los cuatro cenaron la comida que preparó Catín: arroz blanco, habichuelas, carne en conserva y plátanos maduros fritos. Antes de que terminara de anochecer, la pareja y el niño volvieron a su casa. En estos tiempos, en Utuado, como en casi ningún otro sitio de Puerto Rico, no conviene estar en la calle de noche.
Catín reflexionó después sobre el encuentro: "Me alimenté con eso. Ahora soy feliz, ahora duermo tranquila. Necesitaba verlos".
Catín y Benito tienen dos hijos en común: Enid y Juan Pablo, quien también vive en Utuado y ha ido a visitarlos. Benito tiene tres hijos de un primer matrimonio. Solo uno de ellos, también llamado Benito, vive en Utuado y también va a verle todos los fines de semana.

“La noche y sus criaturas”

Al caer la noche, Benito y Catín se encierran en la casa. No pueden estar en el patio, ni tener puertas o ventanas abiertas, porque hay demasiados mosquitos y les falta repelente, que en casi ningún sitio en la isla se consigue, menos todavía en Utuado. Llega, guiado por una lamparita, Rafael Rivera, un mudo que vive cerca y que cada noche se pone las mejores galas que tenga disponibles para ir a casa de Catín y Benito a cenar. El calor dentro de la casa, donde la única luz es una pequeña lámpara de baterías, sofoca.

Afuera, la oscuridad es total, absoluta, pero hace fresco. El cielo es un rostro púrpura con pecas metálicas de estrellas. No hay una luz. No se oye un generador, que en estos días parecen omnipresentes en Puerto Rico. El río, abajo, no deja nunca de sonar. Con la noche, llegan más reflexiones, teñidas esta vez de angustias de las que normalmente la gente quiere enterrar bien en el fondo, donde no incomoden. Pero el afán de cerrar los ojos y continuar no da resultado.

Catín se suelta. Ha vivido cada día en este paraíso de verdor y frescura. Conocía los árboles que murieron. Muchos tenían su historia particular que ella recuerda. Hay un árbol de moca del que dice que su papá nunca quiso cortar porque su sombra daba el mejor café. María lo mató.
Este paraíso, en el que fue plenamente feliz por sus 68 años de vida, ahora, de repente, la atemoriza. Le tiene miedo a las pendientes que ha visto derrumbarse. A las enormes piedras que han caído en las carreteras.  Está angustiada por la visión de todos vecinos, siempre tan alegres, de repente cabizbajos, taciturnos.
"Esto hay que venderlo. Tenemos que buscar otra zona. Pero si mi hija no se va, me voy a quedar, porque no los voy a dejar solos", dice Catín.
De Benito, apunta que de repente se siente inquieto por el rumor del río que toda la vida ha estado en el mismo sitio, sonando igual. "De noche me dice: 'Catín, el río no me dejar dormir'", cuenta.
Benito, habiendo visto a su alrededor derrumbarse carreteras y casas que creía indestructibles, tiene ahora temor por la suya propia. Cree que hay un área de la casa vulnerable, que podría colapsar. Ha pensado en mudarse, pero no sabe a dónde. Teme llevarse a su familia a un sitio donde no estén tan bien y paguen "los que tenemos culpa y los que no tienen culpa".

Pasan las 9:00 de la noche. Rafi, el mudo, se despide. Benito y Catín se retiran a su habitación. La noche se los traga a todos. Al día siguiente, las energías recargadas, las esperanzas renovadas, se oirá de nuevo, con fuerza, el “Jesús de Nazaret, yo te doy las gracias por haberme permitido ver un día más en esta tierra santísima”.

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