'Manuel Noriega, un rufián de otra época'

Actualizado
  • 30/06/2017 02:06
Creado
  • 30/06/2017 02:06
'La Estrella de Panamá' reproduce, con el permiso del autor, Jon Lee Anderson, la crónica de su última entrevista con el dictador panameño, publicada en 'The New Yorker'

En una época en la que han surgido nuevos tiranos y dictadores, el ex hombre fuerte de Panamá, Manuel Antonio Noriega, que murió en un hospital local el pasado lunes 29 de mayo, a la edad de 83 años, parece un retroceso pintoresco hacia otra época. Noriega ha estado prácticamente olvidado por el mundo desde su precipitada caída en desgracia en 1989, cuando las fuerzas militares estadounidenses invadieron Panamá con el único objetivo de removerlo del poder. Mientras el mundo avanzaba y cambiaba, Noriega pasó los últimos 27 años en prisión, la mayoría de ese tiempo en una prisión federal estadounidense, después de ser condenado por los delitos de tráfico de drogas y lavado de dinero. Luego estuvo brevemente en Francia por lavado de dinero y, finalmente, desde 2011, en su tierra natal, Panamá, acusado de asesinato.

JON LEE ANDERSON

(originalmente ‘Manuel Noriega, A Thug of a Different Era'

copyright ©Jon Lee Anderson, publicado en The New Yorker y reproducido con el permiso de The Wylie

Agency (UK) Limited).

En una larga entrevista que sostuve con él en septiembre de 2015, la primera que Noriega concedía a un periodista extranjero en muchos años, mostró ser un interlocutor dispuesto, astuto y a menudo divertido. En ese momento estaba recluido en Panamá y seguía manifestando un impenitente orgullo por su pasada carrera como líder militar del país, pero estaba arrepentido sobre sus intentos de enfrentarse a una superpotencia como los Estados Unidos, manifestando de manera burlona que sería algo que 'no volvería a hacer'. Noriega vestía una camiseta roja y un pañuelo del mismo color alrededor del cuello. Dijo que se estaba resfriando y se inclinaba ligeramente hacia un lado como resultado de un derrame. Su pelo corto y ensortijado todavía era negro, su cara tenía la quijada cuadrada y firme y su piel igual de marcada por la viruela que en sus peores días, cuando sus adversarios políticos le llamaban ‘Cara de piña'.

Más que cualquier otro caudillo militar de su época -Fidel Castro y Augusto Pinochet vienen a la mente- Noriega fue un engendro de la Guerra Fría, alguien que prosperó en las alianzas que a veces se creaban en la tierra de nadie. Como rasgo particular, su ascenso y caída también demuestran la peculiar perversión de la época. Noriega venía de una familia modesta, se enroló en la Guardia Nacional de Panamá como cadete, y fue ascendiendo de rango dentro de ese estamento en los años cincuenta y sesenta. En ese tiempo, Panamá era una especie de vasallo de los Estados Unidos, con los estadounidenses controlando el Canal de Panamá y la franja a cada lado de las riberas de la vía, llamada la Zona del Canal. En 1968, en un ambiente de gran incremento de un sentimiento antiestadounidense, un oficial carismático de la Guardia Nacional llamado Omar Torrijos dio un golpe de estado e instaló un régimen populista que impulsó las negociaciones para que los panameños tuvieran el control de la Zona del Canal. Las conversaciones finalmente se llevaron a cabo bajo la presidencia de Jimmy Carter, y el Tratado del Canal, ratificado en 1979, garantizaba el traspaso total de las operaciones del canal el último día del año 1999, lo que ocurrió con total pulcritud. A lo largo de esos años, Noriega fue ascendiendo de rango hasta convertirse en el más cercano colaborador de Torrijos, ayudándolo a eludir intentos de golpes de estado al comienzo de su mandato, guardando secretos de todo tipo y eventualmente convirtiéndose en jefe de la inteligencia militar.

Durante ese tiempo, Noriega se convirtió también en una ficha clave de la CIA, incluso asalariado de la agencia, aunque él me negó que hubiera sido como tal ‘agente de la CIA'. Noriega me dijo que sus relaciones con Langley (sede de la agencia) empezaron después del malogrado intento de golpe contra Torrijos, el cual señaló había sido instigado por la CIA. Dijo que era idea de Torrijos que él, el hombre en quien más confiaba, mantuviera una comunicación abierta con la agencia, a fin de adelantarse a futuros atentados. Cuando le pregunté a Noriega cómo, a pesar de sus vínculos con la CIA, él había logrado acercarse a Fidel Castro, me respondió que fueron los estadounidenses los que lo instigaron a establecer esa relación. ‘Ellos querían abrir un canal de comunicación con Fidel', dijo, así de simple, y él estuvo de acuerdo.

Después que Torrijos murió en un accidente de avión en 1981, Noriega lo reemplazó al frente de la Guardia Nacional y como el líder de facto del país. En 1984 permitió que se celebraran elecciones nacionales para presidente, pero surgió la controversia sobre los resultados, porque se sospechaba que él manipuló la victoria a favor del escogido por los militares, Nicolás Ardito Barletta, un economista y banquero que había sido parte de círculo de Torrijos. Todo el mundo sabía quién era realmente el que mandaba en Panamá. En ese momento, Noriega recibía todo el apoyo de los estadounidenses. Esto resultó especialmente provechoso cuando la administración de Reagan incrementó sus esfuerzos de disipar el comunismo en el hemisferio. Con Noriega en el poder, el Canal de Panamá, la conveniencia de su abanderamiento y el sistema bancario offshore (que se hacía el que no veía) convirtió a Panamá en el centro neurálgico de tráfico de armas, dinero e inteligencia (la situación no ha cambiado mucho, a juzgar por las revelaciones que el escándalo de los Panama Papers dieron a conocer el año pasado). Panamá era el patio favorito de los estadounidenses, pero todos los demás operaban desde allí también, incluyendo a los cubanos, los israelíes, libaneses, rusos, y los representantes de una gama variopinta de grupos guerrilleros marxistas. Noriega se ganó prontamente la reputación de acomodar a todo el mundo y no pasó mucho tiempo antes de que corriera el rumor de que él también estaba involucrado en el negocio del narcotráfico, en asociación con el cartel que dirigía Pablo Escobar, con sede en Medellín. Cuando le pregunté a Noriega si eso era cierto – de su relación con Escobar — lo negó pero sí expresó que había permitido a los narcotraficantes colombianos que ‘lavaran' su dinero en los bancos locales porque los estadounidenses se lo habían solicitado. ‘Ellos querían seguir la ruta del dinero', dijo, lo que se sentía como una verdad a medias.

En 1985, un revolucionario panameño de nombre Hugo Spadafora surgió de la selva nicaragüense para decirle a todo el mundo que lo quisiera escuchar que su siguiente batalla iba a ser contra Noriega. Spadafora era un hombre apuesto, un médico que provenía de una familia prominente italiana-panameña, que había estado en la guerrilla contra el colonialismo portugués en África para después irse a combatir del lado de los sandinistas en Nicaragua. Conocí a Spadafora un día de ese mismo año, en una habitación de un hotel en Costa Rica, y allí me habló con determinación por varias horas, buscando convencerme que Noriega era un criminal y un traficante de drogas, y que debería ser depuesto del poder.

No mucho tiempo después de nuestra conversación, mientras viajaba a Panamá por tierra, Spadafora fue sacado a la fuerza del bus en que se transportaba por efectivos de la Guardia Nacional, que lo llevaron a un sitio desconocido donde aparentemente lo torturaron y al final, le cortaron la cabeza con un cuchillo. Noriega negó cualquier complicidad con ese asesinato pero muy pocos le creyeron. En 2015 le pregunté a Noriega sobre el asesinato de Spadafora. Me dijo, con la mirada fija y encogiendo los hombros, que él no tuvo nada que ver con eso y que, en todo caso, no hubiera podido, porque estaba ‘en un viaje a Londres' en ese entonces.

Un poco sorprendido por la coartada engañosa de Noriega, le pregunté si algunos de sus subalternos habían tratado de ‘hacerle un favor sin solicitarlo', para zafarse de Spadafora. Noriega sonrió ante ese comentario. Me dijo: ‘no fue nada tan romántico como eso' e hizo la sugerencia que sus hombres habían matado a Spadafora no porque era su oponente sino porque él llevaba dinero y seguramente ellos querían quedarse con ese dinero.

La cruel brutalidad de la muerte de Spadafora fue el punto decisivo para muchos panameños, que empezaron a protestar el papel de Noriega y a exigir justicia. Las manifestaciones se hicieron más frecuentas cuando Noriega depuso al Presidente Barletta casi inmediatamente después que él prometiera encontrar los asesinos de Spadafora y llevarlos a juicio. A medida que el descontento iba creciendo, Noriega organizó grupos de individuos que le eran leales como paramilitares, los que usualmente blandían palos y machetes para atacar a los manifestantes. Los llamó los Batallones de la Dignidad y dijo que lo que realmente estaba sucediendo en Panamá era una guerra de clases, enfrentando a los pobres panameños de piel morena y negra, gente como él mismo, contra los miembros de la clase alta, los rabiblancos como se les conoce, que eran apoyados por los norteamericanos. Aparentemente había algo de cierto en la afirmación de Noriega, pero también es cierto que, bajo su control y dominio, Panamá se estaba convirtiendo en una'crimicracia', y en un lugar que daba miedo. En 1989, los estadounidenses suspendieron toda ayuda militar y económica a Noriega y supuestamente lo quitaron de la planilla de la CIA también.

En medio de las crecientes tensiones de ese año, Noriega permitió la celebración de elecciones, pero cometió un grave error al anularlas cuando su candidato fue derrotado. En ese momento, frente a toda la atención mediática internacional, permitió que una turba golpeara a los candidatos victoriosos. Las cosas se pusieron aún peor después de ese episodio. Noriega logró frustrar un atentado de golpe de los propios miembros de la Guardia Nacional y nueve de los oficiales que participaron en él fueron torturados y finalmente ejecutados. Se volvió cada vez más rimbombante y, en una aparición pública, blandiendo un machete desde el pódium donde hablaba, se atrevió a retar a los estadounidenses a que lo depusieran. Al final, eso fue lo que hicieron.

El 16 de diciembre de 1989, en un altercado en que participaron tropas de Noriega y militares estadounidenses, un Infante de marina recibió un disparo y murió en la ciudad de Panamá. La invasión a Panamá empezó cuatro días después, ordenada por el presidente George H.W. Bush, que había sucedido a Reagan en el cargo apenas once meses antes. Cientos de panameños murieron en la acción militar, que duró varios días. Las víctimas incluyeron a los pobres habitantes de El Chorrillo, donde estaba el cuartel de Noriega entonces, y las fuerzas invasoras usaron armas devastadoras. Veintitrés soldados estadounidenses murieron.

Después de varios días de estar huyendo, Noriega logró refugiarse en la residencia del Nuncio, el representante del Papa, y eso hizo que las tropas invasoras rodearan el edificio e instalaran potentes equipos que transmitían música rock para bombardearle los oídos. Después de diez días, él decidió entregarse, y fue fotografiado cuando era conducido a un avión militar, para ser extraditado a los Estados Unidos. Otra fotografía de esa época lo muestra sosteniendo su identificación carcelaria cuando se le toma la foto de arresto. Era el final de una era.

Años después, cuando empezaba a gozar de su posición de poder, el presidente venezolano Hugo Chávez me dijo que cuando lanzó su fallida revuelta militar en 1992 para deponer al entonces presidente de su país, él se entregó voluntariamente para salvar la vida de sus hombres. Cuando las cámaras de televisión aparecieron en la escena, les dijo: ‘Sabía de seguro que no quería presentarme ante la nación como lo hizo Noriega después de que se entregó a los gringos, vencido y con un número colgando de su cuello'. Al final, Chávez se hizo famoso por decir ante las cámaras que él dejaba la batalla ‘por ahora' con la certeza que continuaría su revolución en algún momento en el futuro.

Le pregunté a Noriega por qué se había entregado. Me contestó que él no quiso ‘inmolarse innecesariamente' e invocó a Fidel Castro quien, según él, le había aconsejado que tratara de sobrevivir su confrontación con los estadounidenses, diciéndole, ‘Los líderes no se deben dejar matar'. En cualquier caso, me dijo, con un tono acerado en su voz, había mantenido la resistencia por varios días. ‘Di la orden de disparar a las tropas norteamericanas tan pronto se les viera caer desde el aire; muchos de ellos murieron, yo estaba allí'.

El derrocamiento de Noriega fue una acción asertiva de la fuerza militar estadounidense para un nuevo presidente en un momento de turbulencia global. El muro de Berlín acababa de caer apenas un mes antes, provocando el colapso del régimen comunista que resultaría en la desaparición de la Unión Soviética sólo dos años después. En la intervención militar más grande que había emprendido desde el final de la guerra de Vietnam, los Estados Unidos habían llevado a cabo una acción policial contra un aliado de la Guerra Fría que estaba fuera de control. Al año siguiente, después de que Sadam Hussein de Iraq, otro aliado que se había descontrolado al invadir a Kuwait, Bush lanzaría la Primera Guerra del Golfo, para someterlo. Lo que ocurrió en Panamá fue rápidamente olvidado por el conflicto más grande que ocurría en el Oriente Medio al mismo tiempo que la URSS dejaba de existir.

Cuando le pregunté a Noriega si estaba resentido con los gringos por su larga condena y encarcelamiento, rechazó tal cosa. ‘No estoy amargado', dijo. ‘Trato de entenderlos'. Sugirió que, como soldado, entendía que sus adversarios habían hecho simplemente lo que sentían que debían hacer. Tampoco tenía quejas sobre el trato recibido mientras estuvo en prisión. Lo habían tratado de acuerdo a la Convención de Ginebra.

Cuando lo visité, Noriega estaba viviendo en la antigua casa del director de la prisión, a un lado de la entrada de la cárcel El Renacer, en la antigua Zona del Canal, a media hora de la ciudad de Panamá. La casa estaba un poco deteriorada, pintada de azul y blanco un tanto descamada, pero aun así representaba un privilegio especial. Él no tenía que vivir con otros presos en una celda; había un frondoso árbol que le daba sombra y un par de guardias mantenían la vigilancia del sitio. Supe que su esposa e hijas iban a verle con frecuencia sin impedimentos. La familia de Noriega y un pequeño círculo de amigos estuvieron reclamando discretamente clemencia para él para que pudiera pasar sus últimos días en casa, pero esa fue una batalla perdida. En un esfuerzo para ayudar a su causa, habían arreglado un mensaje televisivo en una entrevista, pero no resultó porque él no pidió perdón a los familiares de las víctimas, manifestando vagamente que ‘pedía disculpas a los que había humillado o perjudicado por sus acciones'.

En marzo, después de que se le diagnosticara un tumor cerebral, Noriega fue trasladado a un hospital para una intervención quirúrgica, pero durante la operación entró en coma y no salió de ella. Al recibir la noticia, un amigo panameño me escribió diciéndome que Noriega murió ‘sin gloria. En mi opinión murió tal como había vivido su vida, como un cobarde, porque al final, no pudo o no quiso decirle a sus compatriotas la verdad de lo que había hecho, de manera que pudieran sanar sus heridas'.

Traducido del inglés por Mariela Sagel y Rita Sagel de Swyter.

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