• 23/08/2010 02:00

Ley y voluntad

Nadie puede negar que vivimos en una sociedad legalista. Todos nuestros problemas pretendemos resolverlos promulgando leyes. Creemos que...

Nadie puede negar que vivimos en una sociedad legalista. Todos nuestros problemas pretendemos resolverlos promulgando leyes. Creemos que la ley, por ser ley, es la mágica receta para salir de los males que nos agobian. Si encontramos problemas, por ejemplo, en el tema del transporte público, corremos a crear una ley para resolver el conflicto. Sin embargo, pronto advertimos que siguen vivos los problemas y, lo que es peor, se agravan. Entonces nos apuramos a dictar otra ley que reforma o adiciona la anterior. Pretendemos resolver los problemas sin salir de ese círculo legal vicioso.

La ley por sí misma no resuelve los problemas sociales. Los problemas y los conflictos, que muchas veces son motivo de protestas, solo se resuelven cuando los llamados a cumplir con la ley poseen la voluntad de velar por su aplicación, de suerte que la ley se convierta en un auténtico instrumento de solución. No es la ley un fin, sino un medio. Podemos contar con la mejor legislación sobre un tema determinado, pero subsistirán los conflictos mientras que aquellos que tengan que aplicarla carezcan de la voluntad para hacerlo.

Veamos dos ejemplos. Desde hace mucho tiempo hemos oído hablar de la mora judicial y del hacinamiento en las cárceles. Es un problema que viene agravándose día a día. Para solucionarlo se han aplicado varías recetas legales.

En 1991, se dictó la Ley No. 3, que incorporaba a la legislación procesal penal todo un inventario de medidas cautelares distintas a la detención preventiva. Esta ley señala que la detención preventiva es una medida cautelar que se debe aplicar como último recurso, cuando las especiales exigencias de la investigación o las condiciones particulares del sindicado la justifiquen. La Corte Suprema ha puntualizado, a manera de aclaración, que no es obligatoria la aplicación de la detención preventiva ni aún en delitos graves como el homicidio doloso. No obstante, los fiscales y jueces cotidianamente hacen añicos el mandato de estas disposiciones y aplican a su antojo la detención preventiva.

Por iniciativa de la Corte Suprema, se dictó la Ley 1, de 3 de enero de 1995, por la cual se incorpora al proceso penal la audiencia preliminar, el proceso abreviado y otras instituciones. Estas figuras venían a sustituir el proceso penal ordinario vigente desde abril de 1987. Sus promotores anidaban la confianza que se trataba de un instrumento legal útil para solucionar los dos problemas: el hacinamiento y la lentitud de los procesos. A quince años de vigencia de la Ley, la situación se ha agravado. Se ha agravado no porque la Ley es mala, sino porque los fiscales y los jueces no han tenido la voluntad de aplicarla como la propia Ley señala.

Esas dos leyes, por sí mismas, no resolvieron los problemas que tenían que resolver o mitigar. Tal inoperancia no se debe a que sean malas leyes, se debe a que no ha existido la voluntad real de aplicarla por parte de los operadores de justicia.

Por eso sigue el hacinamiento y la mora judicial. Entonces alguien dijo que la causa de esos males era el mismo sistema inquisitorio vigente hoy. Se dispuso la nueva receta: Cambiar el sistema por el acusatorio. Siguen convencidos que la fiebre está en la sábana y no en el enfermo. Si no tenemos la voluntad de aplicar la ley como la propia ley dispone, aquí podrán instrumentarse los súper sistemas más eficientes del mundo, pero se agravarán los problemas.

Cualquiera reforma en el sistema de justicia penal exige, primero, un íntimo cambio radical de conducta en los funcionarios, cambio de conciencia de los jueces y fiscales y, segundo, voluntad absoluta de respetar la ley. Muchos dolores de cabeza nos hubieran ahorrado si cada uno de ellos depone esa actitud inquisidora, que muchos expresan públicamente y se esfuerzan por convertirse en funcionarios garantistas, verdaderamente cumplidores del ordenamiento legal. Ese cambio deben hacerlo desde hoy, porque sería un verdadero milagro que esos jueces y fiscales se acuesten siendo implacables inquisidores y al día siguiente se despierten siendo funcionarios respetuosos de los principios y las virtudes del sistema acusatorio. Sería una conversión tan milagrosa, opino, que de seguro haría desfallecer hasta al mismísimo Papa.

*ABOGADO.

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