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- 14/03/2023 00:00
16 de marzo de 1988, 35 años después
Estoy convencido de que la caída de Noriega se fraguó desde mucho tiempo atrás. La innecesaria invasión del ejército de EUA precipitó los acontecimientos que se producirían a lo interno de las Fuerzas de Defensa. Dos hechos conocidos así lo demuestran. El primero, la asonada de un grupo de oficiales encabezados por el coronel Leónidas Macías del 16 de marzo de 1988, en la que, gracias a la acción del compadre de Noriega, mayor Arturo Giroldi, el golpe se frustró y a todos sus participantes los detuvieron y torturaron. Fueron liberados el 20 de diciembre de 1989. El segundo, cuando el mismo Giroldi, liderando un grupo de mayores, intentó hacer lo mismo el 3 de octubre de 1989, logrando detener a Noriega. Éste le convence de que se entregara, pero lo engaña y toma control de la situación. Todos los nuevos golpistas fueron fusilados, cumpliéndose la amenaza proferida contra los alzados del 16 de marzo de que esa sería la suerte de quien intentara nuevamente derrocar al dictador.
Al día siguiente, 4 de octubre, Noriega, en señal de triunfo, posó en las escalinatas del Cuartel Central de la avenida A. En la foto apareció con más de 100 oficiales, demostrando que todos estaban unidos a su alrededor. Las caras de los fotografiados demostraban otra cosa. Muchos de ellos habían participado en el intento de golpe. Por eso Noriega, al final de sus días como jefe militar, no confiaba en nadie. Se rodeó de seguridad extranjera y solo de sus íntimos, ignorando inclusive a su propio Estado Mayor.
La madrugada del 16 de marzo del 88, dormía tranquilamente, cuando el teléfono de mi recámara sonó poco antes de las cinco de la mañana. Era mi primo Dicky Domínguez Cochez (q. e. p. d.), quien me dijo escuetamente: “¡Te paso a buscar a las 5:30 a. m.!”.
No pregunté cuál era la razón de esa llamada. Pero de inmediato intuí que se trataba de una acción militar contra Noriega. Dicky era amigo de Chema Toral, íntimo del mayor Fernando Quesada, a quien conocía desde los tiempos en que estudiábamos en el Colegio La Salle. Nos encontramos con Toral y nos fuimos hacia el Puente de las Américas donde Quesada se encontraba trotando. Se montó en el carro con nosotros y paramos por unos minutos en el mirador chino, al final del puente.
Sus instrucciones fueron muy precisas. Era el encargado del Cuartel Central la noche anterior. A las siete de la mañana, comentó, un grupo de militares daría un golpe, hartos del desprestigio que Noriega estaba acarreando a la institución armada. No querían tomar el poder para mantenerse en él, sino para instaurar la democracia que no existía. Me aseguró contar con el apoyo de EUA, el cual a última hora desapareció. Me asignó unas tareas. “Informa lo que vamos a hacer al nuncio apostólico del Vaticano, José Sebastián Laboa, al doctor Ricardo Arias Calderón y a los líderes empresariales”. Contaban con el apoyo del poderoso Sindicato de Trabajadores del Instituto de Recursos Hidráulicos y Electrificación, dirigidos por Isaac Rodríguez, prestigioso secretario general de esa agrupación. Cumplida la misión me fui a la Asamblea Nacional, ya que era legislador (diputado), a seguir el desarrollo de los acontecimientos.
El golpe fracasó, como señalé, porque el mayor Giroldi lo frustró. Fueron detenidos y enviados a diferentes cárceles del país. Por los golpes recibidos, Macías casi pierde la vista. A Quesada lo dejaron por meses en una celda sin luz alguna donde pisaba sus desechos. A los demás lo torturaron inmisericordemente por largos 22 meses. La invasión los liberó. Durante su cautiverio, junto con las esposas de Quesada y Miltón Castillo y algunos de los detenidos, conformamos un grupo a través del cual les mandábamos informaciones clandestinas de lo que pasaba afuera, planeando inclusive su fuga, mediante mecanismos que incluyeron encargar una llave a EUA para abrir los lugares donde estaban recluidos.
Hoy, 35 años después de esos episodios debemos preguntarnos, ¿valieron la pena esos esfuerzos de los militares del 16 de marzo y el 3 de octubre para rescatar la democracia? ¿Lo enclenque de las instituciones que tenemos actualmente, habrían terminado en una peor situación de lo que había antes de 1989? ¿La actual corruptela política habrá superado con creces a los militares y a sus secuaces que se enriquecieron en los 21 años de dictadura?
Al recordar esos hechos históricos, es preciso que recapacitemos en la clase de país con el que aspiramos contar. Somos un país pleno de oportunidades y riquezas, pero muy pobre por la clase de dirigentes que tenemos, la cual nos llevará al despeñadero, si no decidimos poner un punto final a esta tragedia en el 2024.