• 20/12/2016 01:01

Mirar detrás de la fachada

Todo en la vida de un país no puede ser mercantilismo, despilfarro, consumismo, obsesión por ganar desaforadamente dinero

Todo en la vida de un país no puede ser mercantilismo, despilfarro, consumismo, obsesión por ganar desaforadamente dinero. No es posible que comprar y vender —servicios, propiedades, recursos naturales, la dignidad de las personas— sea el santo y seña único y permanente de una sociedad que pretende enrumbarse hacia una todavía tímida aproximación al primer mundo. Un primer mundo que, por cierto, se va deslizando, cada vez a mayor velocidad, hacia la más oscura trastienda de la Historia por su manifiesta incapacidad de desintoxicarse de ambiciones desmedidas y corruptelas sin fin. De xenofobias destempladas y corruptelas sigilosas u osadamente galopantes. De represión solapada o abierta que de una manera u otra se desata cuando aparece algún tipo de disidencia que pudiera poner en peligro la continuación del poder.

No es posible, no debe serlo; la experiencia internacional de tantos y tantos indignados que protestan a diario en las calles de múltiples países sin escatimar consecuencias no lo aconseja. Pero de hecho lo es, lo viene siendo cada vez más en Panamá. Todos los días nos enteramos de un nuevo escándalo, de abusos de autoridad, de aprovechamientos en beneficio propio y en perjuicio de terceros. A veces los medios investigan por su cuenta y riesgo tales desafueros, y los denuncian, con pruebas o sin ellas. Cunde la voz de alerta, suenan todas las alarmas, hay tímidas protestas y contraprotestas, y a la larga no pasa nada. Absolutamente nada. Se tiende entonces un neblinoso manto de tergiversación que termina inexorablemente difuminándose en las provocadas brumas del olvido. Así, los malabarismos del poder —en cualquier régimen, léase sino a Maquiavelo— maquillan, retocan, desaparecen pruebas que difícilmente son rescatables desde la simple buena voluntad de la llamada Sociedad Civil.

Pero resulta que nada es de una sola manera ni para siempre. Porque, al margen de que suele haber medios de comunicación y grupos cívicos que cuestionan y denuncian, en este país también se mueven decididamente otros resortes, otros mecanismos de desarrollo personal y social. Otras visiones de mundo, muy distintas. Idealmente sin tener que depender de apoyo oficial, hay una actividad intelectual, artística, social y muchas veces personal de autosuperación y dignidad que trabaja paralelamente a los desatinos políticos o empresariales que no pocas veces, en distintos gobiernos, se las ingenian para corromper la buena marcha de la sociedad.

Organizadas desde la necesidad de quienes entienden que el Arte y la Cultura en general, cuando se emprenden y desarrollan de maneras auténticas, generan valores que enaltecen tanto al ser humano como a las comunidades y a la identidad más permanente de una Nación, hay actividades que sin duda rescatan y devuelven a sitiales dignos la esencia del país y la de las personas que, por cuestión de principios, y también por su buena crianza y educación, se mantienen honorables.

Igual sucede con la buena literatura, espejo ancestral de la experiencia humana y posibilitadora de profundos auscultamientos y reflexiones críticas a lo largo de la Historia. El auge innegable que en nuestro país está teniendo la creación literaria desde hace varias décadas, sobre todo a través del cuento, la novela y la poesía, devuelven a la sociedad, como a través de un espejo, la posibilidad de mirar en profundidad lo que suele estar oculto detrás de la fachada de las cosas. En este sentido, no son pocas los textos literarios que, sin renunciar a su necesario nivel estético, le hincan el diente intelectual a los trasfondos, a los intersticios, a los meandros poco visibles en donde confluyen, como debilidades humanas, las ambiciones, los vicios, las perversiones, las rapacidades, las traiciones, pero también las esperanzas y los ideales y la incansable búsqueda de dignidad y respeto del ser humano.

Es el problema general de la incultura que prevalece entre nosotros, manifestada por la falta de costumbre y sensibilidad por la lectura, entre otras limitaciones intelectuales, a menudo impide que la agudeza analítica de estas obras llegue a la gente y, desde la magia ya descodificada de sus páginas, la hagan sentir y pensar; entender e indignarse. La induzcan a hacer algo al respecto de las taras y los cinismos de la sociedad y de los poderosos que la comandan cuando se confabulan en perjuicio de los menos aptos y de los más débiles, como usualmente ocurre. Y en este sentido, la ignorancia, multiplicada por la masificación que propicia en estos tiempos la tecnología mal entendida, resulta ser no sólo una competencia desleal frente a un hábito de lectura cada vez más remoto y visto como cosa anticuada e inútil, sino una pésima consejera.

Toca a los buenos escritores luchar contra estos flagelos, al menos desde el sentido crítico plasmado en el esfuerzo creativo de sus respectivas obras. Y desde luego a los gestores culturales, incluidos los profesores de Español, quienes lamentablemente a menudo se quedan presos de sus viejas lecturas de estudiantes como si la literatura no avanzara, no evolucionara, no buscara y encontrara cada tanto tiempo nuevos caminos, nuevos autores, nuevas obras que merecen leerse.

Lo que sí es cierto de toda certeza, es que sin duda alguna no serán los políticos quienes moverán un dedo por hacer más culta a la gente. Porque, claro, alguien culto, alguien instruido, es por antonomasia un ser rebelde, insumiso. Y los borregos son mucho más domesticables.

ESCRITOR

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