• 07/12/2019 00:00

La guerra contra las drogas corrompea la sociedad

En artículos anteriores hemos visto que la prohibición de las drogas, en conjunto con el enfoque de “guerra” con alto nivel de persecución, genera y garantiza violencia que afecta al ciudadano, y también hemos visto que es consecuencia ineludible de dicha guerra, que las drogas producidas y vendidas en el mercado ilícito sean más duras y nocivas.

En artículos anteriores hemos visto que la prohibición de las drogas, en conjunto con el enfoque de “guerra” con alto nivel de persecución, genera y garantiza violencia que afecta al ciudadano, y también hemos visto que es consecuencia ineludible de dicha guerra, que las drogas producidas y vendidas en el mercado ilícito sean más duras y nocivas. Hoy exploraremos por qué la guerra a las drogas también corrompe las instituciones de un Estado de derecho.

Primero, la prohibición garantiza altísimos retornos, por vía de la cartelización. Estos altísimos retornos permiten a los carteles de la droga armarse hasta los dientes, lo que a su vez lleva a los servicios de policía a tener que escalar también la clase de armamento que llevan. ¿Recuerda usted los policías de revólver? Ya no los ve, porque ya el revólver no es suficiente frente a los arsenales de los narcotraficantes. Esta carrera armamentista termina por militarizar a las fuerzas policiales. La excusa de esa militarización de facto, aunque no lo sea de nombre, es precisamente el combate al narcotráfico.

Los altísimos retornos permiten también a los carteles comprar policías, fiscales, jueces y políticos. El crimen organizado se infiltra así en las instituciones del Estado, corrompiéndolo inevitablemente. Esto también se observó en Estados Unidos durante la Era de la Prohibición (del alcohol).

Segundo, la guerra a las drogas crea una sociedad de sospechosos. A diferencia de delitos como hurto u homicidio, los delitos de droga encajan en lo que se conoce como “delitos sin víctima”. Quien consume una sustancia prohibida se hace daño a sí mismo, no a otro. Sí, ya sé que un esposo que se droga y se hace disfuncional por su adicción, perjudica su relación de pareja y por tanto su esposa sufre externalidades negativas. Pero eso pasa también con muchas cosas que no consideramos delito, como por ejemplo, emborracharse con alcohol. La razón de ser de los delitos tradicionales es proteger a personas frente a la agresión, no frente a sí mismas. La prohibición de las drogas rompe con esto y más bien se alinea con la histórica persecución religiosa de pecados mortales, en que al hereje lo quemaban vivo para salvar su alma. Pues con la prohibición y la guerra a las drogas, también metemos presa a una persona porque se fumó un porro, para protegerla de los peligros de fumarse un porro. Así le destruimos su vida para evitar que ella misma se la destruya. Es una lógica absurda.

Pero divago. Decía que la prohibición de las drogas se basa en un paradigma de proteger a las personas de sí mismas. Ello necesariamente lleva a una serie de consecuencias sociales y de estrategia policial, que son nefastas. Lo primero es que se fuerza a las personas a esconderse para llevar su hábito. Como se esconden, entonces el Estado aduce que hay que hacer requisas para asegurarse de que las personas no consuman. Requisas para asegurarse de que no trafiquen. ¿Para cuántos otros delitos ve usted que se ande haciendo requisas consistentes en revisar las cavidades corporales —incluyendo examinaciones rectales y vaginales— de viajeros en aeropuertos internacionales? Otro ejemplo lo fue la norma que tuvimos en Panamá hasta hace muy poco, que establecía que a ningún investigado por delito relacionado con drogas podía imponérsele otra medida cautelar que no fuese la detención preventiva. Una clara violación al derecho fundamental a la presunción de inocencia. Ni hablar de las escuchas telefónicas, los allanamientos a hogares, las revisiones de vehículos, sustentados todos en la sospecha de que allí hay drogas ilícitas, y tantas otras violaciones a la intimidad. La prohibición con guerra, así, convierte a toda la ciudadanía en una sociedad de sospechosos a los que hay que vigilar.

La carrera armamentista y de recursos antes descrita hace que el Estado cada vez se dedique más a perseguir narcotráfico y consumo de drogas ilícitas, y cada vez menos a patrullar barrios y vigilar calles para proteger a los ciudadanos frente a los delitos comunes. Este es otro camino por el que la guerra a las drogas aumenta tanto la violencia como la delincuencia, incluyendo la común. El ciudadano no se beneficia de esto. Y recuerde, todo esto, supuestamente para proteger al ciudadano. ¿No le parece a usted que la cura es peor que la enfermedad?

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