• 09/08/2020 00:00

El aire mortal que respiramos

En diciembre de 1952, una densa y sofocante niebla cargada de partículas se postró sobre Londres y no se movió durante cuatro días. Tantas personas sufrieron problemas respiratorios y ataques cardíacos que la ciudad se quedó sin camas de hospital.

En diciembre de 1952, una densa y sofocante niebla cargada de partículas se postró sobre Londres y no se movió durante cuatro días. Tantas personas sufrieron problemas respiratorios y ataques cardíacos que la ciudad se quedó sin camas de hospital. Los forenses y las funerarias apenas pudieron seguir el ritmo del flujo de cadáveres. Un análisis oficial inmediatamente después estimó que el lodo atmosférico, producido principalmente por la quema de carbón de baja calidad usado para calentar hogares, causó casi cuatro mil muertes. En 2002, un análisis más completo concluyó que el “Gran Smog” había matado a 12 mil personas, la mayoría de ellas mayores de 45 años. Se podría argumentar que las leyes de aire limpio aprobadas después de 1956 son una respuesta directa al desastre ecológico producido por el uso de combustibles sucios para calefacción.

En Estados Unidos, por ejemplo, por años la población estaba cansada de la tos crónica, conducían con los faros encendidos durante la bruma del mediodía y se sacudían constantemente el hollín de sus cabezas. Y, bajo presión pública, (se logró) la creación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) para hacer cumplir los límites de seis contaminantes principales a niveles que permitirían proteger la salud pública.

A pesar de sus fallas e interrupciones en su implementación, las leyes de aire limpio en varios países representaban una nueva era de acción gubernamental para limpiar el aire que respiramos, impulsada por el creciente reconocimiento de que la contaminación del aire es más generalizada y mortal de lo que se suponía. Poco a poco, los generadores de energía, los fabricantes de automóviles y otros contaminadores se vieron obligados a cumplir con nuevos límites. Las leyes de aire limpio otorgaban mecanismos para evaluar y controlar las emisiones de los tubos de escape de los vehículos y los aditivos de combustible, así como también exigir a las generadoras eléctricas e instalaciones industriales los respectivos controles de contaminación.

Gradualmente, los niveles de partículas y gases contaminantes en el aire comenzaron a disminuir. Y en la década de 1990, muchas personas en el mundo pensaron que el hollín y el “smog” que borraban el sol eran peligros superados, preocupaciones de una era pasada como la poliomielitis o la tuberculosis. Pero resulta que la amenaza simplemente se volvió menos visible.

Casi más de medio siglo después de que las leyes de aire limpio instituyeran controles de emisiones más estrictos, el problema de la contaminación del aire está lejos de resolverse. La contaminación ha demostrado ser mucho más persistente y la exposición a ella es mucho más dañina de lo que nadie esperaba. Hoy, ocho de cada diez personas en todo el mundo viven en áreas donde los niveles de contaminación del aire exceden los límites recomendados por la OMS. Con lo cual, esta nueva evidencia nos obliga actuar en una sola dirección: revisar la cifra global de muertes por la contaminación del aire y ampliar el alcance y la variedad de sus daños.

Un estudio relativamente reciente, en el European Heart Journal, concluyó que la contaminación del aire ambiental es responsable de 8.8 millones de muertes prematuras por año, más del doble de las estimaciones anteriores y 1.5 millones más que las causas de fumar. Esos números deben tomarse muy en serio, porque reflejan los riesgos de una población importante y no solo de un individuo. Cifras que transmiten algo urgente y vital, dándonos una idea de la escala de un problema para que podamos compararlo con otros peligros y decidir si hacemos algo al respecto.

Cualquier persona que muera por enfermedades respiratorias causadas por el aire sucio que respira, es una pérdida triste y dolorosa. Y principalmente porque es una muerte prevenible. Sería una declaración profunda, confirmando el juicio de tantos científicos, que la contaminación del aire actúa en conjunto con otros factores para llevar a los cuerpos humanos a una crisis, enfermedad y muerte, y que detrás de las estadísticas asombrosas, la contaminación del aire reduce y corroe a las personas vivas. Pero, ya sea que los médicos lo estipulen o no en un certificado de defunción, la verdad más grande permanece: estos contaminantes nos están robando el tiempo, nuestro recurso más preciado, en una escala inimaginable. Les sugiero leer el estudio en The Lancet publicado en 2015, donde se descubre que 122 millones de años de vidas perdidas se debieron a la exposición de aire contaminado, siendo los niños en el sur de Asia y las ciudades de América Latina sus principales víctimas. Una pena que, con tanta información y conocimiento, todavía no se quiera aceptar que el aire sucio y contaminado es mortal.

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