• 07/11/2021 00:00

El daño oculto de la obesidad

“La gente, […], casi nunca tiene hambre en el sentido físico, simplemente lo que nos empuja siempre es la parte del cerebro que quiere una recompensa, una chispa de emoción […]”

Hay dos cosas que hemos llegado a creer acerca de las dietas. Primero, que casi cualquier dieta funciona a corto plazo, y segundo, que casi ninguna dieta funciona a largo plazo.

Perder peso es la parte fácil. La parte difícil es vivir con la dieta durante años, tal vez el resto de la vida. Cuando hacemos una dieta, especialmente una dieta estricta, el cuerpo nos pasa luego una factura. Los estudios nutricionales han demostrado que las hormonas que suprimen el hambre en nuestros cuerpos disminuyen cuando perdemos peso. Otras hormonas, las que nos advierten que necesitamos comer, tienden a aumentar. El cuerpo nos pide que nos atiborremos ante el primer signo de privación. Y esto tiene sentido cuando pensamos que, en la historia de la humanidad, no hubo neandertales en dieta. Ellos comían para sobrevivir, pasaban hambre por largos períodos, y sus cuerpos enviaban alarmas diciendo que era mejor encontrar algo para comer. Nuestro ADN aún mantiene el instinto del temor a que nos muramos de hambre, con la diferencia que ahora la mayoría de nosotros tenemos acceso a alimentos más abundantes, más baratos y adictivos que en cualquier otro momento de la historia humana. Nuestros cuerpos no han alcanzado al mundo moderno. Nuestras células creen que estamos acumulando grasa para un invierno duro, cuando en realidad es solo una hora feliz en TGI Friday.

Peor aún, cuando las personas logran perder mucho peso, sus cuerpos frenan su metabolismo, lo que significa que tienen que comer cada vez menos calorías para seguir perdiendo. Perder peso es una guerra sin cuartel. Los enemigos vienen de todos lados: el bombardeo del “marketing” nos dice que comamos mal y comamos más. La cultura de “fast food” ha convertido la comida basura en uno de los últimos vicios aceptables. Nuestras familias y amigos, siempre con deseos de compartir el placer de una mordida adicional, contribuyen con la química de nuestro propio cuerpo para arrastrarnos una y otra vez a la mesa por temor a que nos muramos de hambre.

Además, algunos luchamos contra esa debilidad mental que no sabemos distinguir si comemos para vivir o vivimos para comer. La compulsión de comer viene de todos partes. La gente, en general, casi nunca tiene hambre en el sentido físico, simplemente lo que nos empuja siempre es la parte del cerebro que quiere una recompensa, una chispa de emoción, del tipo que se obtiene cuando hacemos el sexo, asistimos a un concierto con buena música en vivo o vemos salir el sol sobre el mar en una mañana de verano.

Sin duda, existen opciones radicales para personas como esas. Hay los campos de entrenamiento y retiros de placer donde se pagan miles de dólares para que entrenadores nos pongan en forma. Existen las dietas de inanición y los medicamentos poderosos, pero con efectos secundarios peligrosos. Y, por supuesto, hay cirugías para perder peso en las cuales varias personas que conocemos y las han hecho dicen que les salvó la vida, otras que tuvieron complicaciones potencialmente mortales y muchas siguen tan miserables como eran antes. No juzgamos a las personas que tratan de encontrar su propio camino, pero en nuestra opinión, la cirugía debería ser la última opción. Como en cualquier otra situación donde hay que tomar decisiones trascendentales, la rendición es el primer paso para la solución y la verdad es que muchas personas que son obesas y se operan todavía no se sienten impotentes.

El hecho es que un día, cualquier día en la vida de un obeso, se puede despertar y mirar al espejo y pensar: “nunca me he sentido tan miserable como ahora”. Y preguntarse si todavía hay playas a las que pueden ir sin que sean mirados, escaleras de aluminio para subir al techo sin temor a que sean de 250 libras máximo, canoas de fibra de vidrio y chaleco salvavidas de cintura 48, bicicletas sencillas que no puedan montar porque se rompen las llantas, o canchas deportivas donde pueden tirar al aro o chutear al marco. No importaría a dónde vayan o qué hagan, seguramente quisieran sentir el cinturón de seguridad alrededor de su cintura cerrando con una o dos pulgadas holgadas. O sentarse en el asiento del medio de un bus o avión como lo hacen muchos que no tienen esa condición. Y no solo sentarse allí, sino sentirse bien al respecto. Aunque solo por una vez.

Empresario, consultor en nutrición y asesor de salud pública.
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