• 05/03/2023 00:00

El profeta Amós (I)

“Nació en el siglo VIII a.C. en Técoa, una aldea de Judá, situada 20 kilómetros al sur de Jerusalén, en medio del desierto. [...]. Era, [...], un pequeño propietario, sin mayores apremios económicos”

Nada mejor que leer la Biblia en tiempo de Cuaresma y nadie mejor que el profeta Amós para entender el signo de los tiempos. “Escuchen esto, los que buscan al pobre sólo para arruinarlo y andan diciendo: ¿cuándo pasará el descanso del primer día del mes para vender nuestro trigo, y el descanso del sábado para reabrir nuestros graneros? Disminuyen las medidas, aumentan los precios, alteran las balanzas, obligan a los pobres a venderse; por un par de sandalias los compran y hasta venden el salvado como trigo. Pues bien, en aquel día, dice el Señor, yo haré que se oscurezca el sol en pleno día y, a plena luz, cubriré la Tierra de tinieblas. Convertiré en duelo las fiestas de ustedes y en gemidos, sus canciones. Haré que todos se vistan de sayal y se rapen por completo la cabeza. Ese día será como de luto por el hijo único y su final será de llanto y amargura. Días vendrán, dice el Señor, en que les haré sentir hambre, pero no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra del Señor. Entonces andarán errantes de norte a sur y de oriente a poniente buscando la palabra del Señor, pero no la encontrarán”.

Estas palabras del libro de Amós, 8, 4-6, 9-12, son una invitación para descubrir en la pasividad de nuestra sociedad, las tormentas que se avecinan. Para destapar los dramas que nos surcan y denunciar la deshonestidad de los políticos, la corrupción de los jueces, el autoritarismo de los funcionarios, la explotación de los ricos, la violencia de los poderosos y la hipocresía de los religiosos.

Amós fue el primer profeta que se atrevió a criticar la corrupción social. Nació en el siglo VIII a.C. en Técoa, una aldea de Judá, situada 20 kilómetros al sur de Jerusalén, en medio del desierto. Tenía un rebaño de ovejas, algunas yuntas de bueyes y cultivaba higueras. Era, pues, un pequeño propietario, sin mayores apremios económicos. Un día del año 750 a.C., mientras cuidaba tranquilamente su ganado, tuvo una visión: contempló una plaga de langostas que devoraba todo a su paso. Amós se espantó, porque sabía que era el anuncio divino del hambre que causaría muerte a la población. Entonces gritó desesperado: “Por favor, Señor, perdona”. Y Dios le contestó: “Está bien, no sucederá”. Semanas más tarde, Amós volvió a tener otra visión: una lluvia de fuego caía sobre la Tierra, secaba los mares e incendiaba los campos, en un pavoroso espectáculo de infierno y muerte. Otra vez Amós reaccionó gritando: “Detente, Señor, por favor”. Y Dios le contestó: “Está bien, tampoco esto va a suceder”.

Desde ese día Amós anduvo turbado y se preguntaba por qué le venían esas extrañas imágenes. Entonces, una noche fue invadido por una tercera visión. A diferencia de las anteriores, ésta no mostraba una catástrofe, sino un hombre con una plomada de albañil en la mano, que comprobaba si un muro estaba derecho o inclinado. La voz de Dios le dijo: “Con esta plomada de albañil voy a medir si la conducta de mi pueblo Israel es recta. No le voy a perdonar ni una vez más”. Amós comprendió el sentido de la visión: el muro (es decir, el pueblo de Israel) estaba torcido, y el derrumbe era inevitable.

¿Y qué pasaba en Israel para que Dios hubiera decidido destruirlo? En realidad Israel estaba atravesando una de sus etapas más prósperas, pues el rey Jeroboam II había logrado realizar un milagro económico sin precedentes. Florecían las viñas, crecía la agricultura, se había duplicado la cría de ganado, progresaba la industria textil y tintorera, se expandía el comercio, y su capital Samaria se había transformado en una ciudad opulenta donde prosperaba la construcción de palacios y casas lujosas como nunca antes se había visto. Pero todo ese bienestar ocultaba una enorme descomposición social. Porque mientras la clase dirigente aumentaba su riqueza, construía mansiones y organizaba banquetes, mucha gente estaba sumida en la miseria. Había graves desigualdades sociales, y un contraste brutal entre ricos y pobres. Los campesinos se hallaban a merced de los prestamistas, que los exponían a hipotecas y embargos. Los comerciantes se aprovechaban de la gente, falseando las pesas y las balanzas. Los jueces se dejaban sobornar, y recurrían a trampas legales. Y lo peor era que el Gobierno no hacía nada para remediar la grave situación de injusticia.

Amós se dio cuenta del deterioro estructural que sufría la sociedad, y de que no había forma de enmendarla. La única salida era destruirla totalmente y empezar de nuevo. En eso Dios tenía razón.

Más sobre el profeta Amós en la próxima edición.

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