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- 06/12/2023 00:00
Ética y ejercicio político
En un gesto que ha trascendido del mero chisme de pasillos, el Congreso de los Estados Unidos de América ha expulsado a uno de sus parlamentarios, George Santos, a quien se acusa de un conjunto de prácticas delictivas, que todavía no han ocasionado su condena. Los miembros de la Cámara de Representantes votaron 311 votos afirmativos contra 114 negativos para adoptar la medida de destitución.
Se pudiera pensar que es una decisión corriente del colectivo parlamentario, pero resulta que, desde la Guerra Civil, a mediados del siglo XVIII, no existe una situación semejante. Lo que ha colmado la paciencia de sus pares y acelerado la medida es la gravedad de los cargos, que suman 23, de los que él se ha declarado inocente y que incluyen fraude, malversación de fondos de campaña y mentiras sobre las finanzas personales.
Asombra en una sociedad tan susceptible a la personalidad y conducta de su clase dirigente, que se haya descubierto, según las acusaciones, que Santos tenga además una historia construida con datos falsos. Hizo una inescrupulosa carrera en las redes sociales y aunque antes de 2019 no publicó materiales sobre aspectos públicos; de pronto cambió, se volvió muy activo y “comenzó a publicar tuits sobre sus opiniones políticas”, según CNN.
El proceso sobre la conducta de Santos avanza en los tribunales, a pesar de la decisión de la Cámara de Representantes y de que él exprese “Soy víctima de las circunstancias”. Los hechos en que se ha envuelto sobrepasan las fronteras de su Estado, Nueva York y llegan a otros países con compras desmedidas, apropiación de bienes ajenos para beneficio propio. Los informes en su contra expuestos en la Cámara baja, hablan de actuaciones “fraudulentas”.
Los problemas relacionados con la ética en diferentes colectividades en órganos de gobernanza en diferentes países, adquiere cada vez más presencia con efectos adversos para la confianza que depositan los ciudadanos en sus representantes. Se supone que el diputado, congresista o parlamentario establece un diálogo con su comunidad y ese sentir lo lleva y sustenta el discurso en el parlamento.
La intervención en esos escenarios implica que los individuos que ostentan la representatividad de votantes, actúen con un conjunto de principios y reglas que definan la gestión a su cargo. Ocurre que, en el desempeño de sus tareas de congresistas, se ven rodeados de diferentes grupos con intereses disímiles que tratan de captar la atención de quienes deben decidir sobre las normas que rigen determinado ámbito de la vida nacional.
Pero esta no es la única esfera de desenvolvimiento. Además, existen otras responsabilidades en la estructura estatal donde también hay un desempeño que obliga a guardar reglas, a ser eficiente, a servirse de la transparencia y, sobre todo, a rendir cuentas. En muchos casos, las historias del oficio burocrático, se convierten en cantos casi gregorianos, donde resalta el ritmo, pero no la lírica o la sustentación real y fehaciente de los hechos acontecidos.
También viene el otro aspecto que se relaciona con la apropiación o recepción de beneficios o canonjías que brinda el desempeño. Quien busca una nueva disposición que se relacione con su negocio, no se sienta a esperar, sino que propone apoyo o facilitación de los pasos, la discusión o decisión que satisfaga sus proyectos.
Allí vienen los estímulos y la ocasión de poner a la corporación legislativa a actuar conforme lo requieren las fuerzas externas. Eso fue lo que hizo estallar las circunstancias alrededor del caso del congresista Santos.
La conquista y ejercicio del poder supone una capacidad para influir, convencer y condicionar el comportamiento ajeno. Por esa razón existen reglas que garantizan las marchas y los retrocesos; se requiere, por tanto, una conducta intachable y las decisiones cuando se vulneren los límites. El fenómeno Santos es un espejo en que muchos deben mirarse; además de atender las bardas del vecino cuando empiezan a arder.