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¿Qué es más urgente? ¿Hacernos eruditos de la historia del Canal y las relaciones entre Panamá y EE.UU. o ilustrados de nuestra Constitución? ¿Es sensato sumergir al Panamá de hoy en un proceso de cambio constitucional? ¿Se neutralizarán así las amenazas del presidente Trump? ¿Una nueva Constitución solucionaría el problema de desempleo agravado con la retirada de Chiquita Banana y de la mina? ¿Un cambio constitucional es menos polémico que la Ley 462? ¿Una nueva Constitución sepultará el hábito de meterle mano a los recursos públicos? ¿Se frenará el vertiginoso aumento de la deuda pública? ¿El problema es la Constitución o son los líderes políticos?
La primera contradicción que surge con las pretensiones de dotarnos de una nueva Constitución para empinarnos sobre el agitado presente es aspirar a una Constituyente originaria cuando la Carta Magna actual no contempla tal mecanismo para lograr su cambio. Es decir, quienes más abanican el amor al orden constitucional abiertamente confiesan que su cambio debe hacerse saltándose, precisamente, el orden jurídico constitucional. Cualquier democracia se debilita con estos “escrúpulos”. En momentos en que la fuerza se impone sobre la capacidad de entendimiento a nivel doméstico mientras en la esfera internacional nos amenazan para utilizar nuestro territorio como “punta de lanza” contra un enemigo ajeno, un proceso constitucional de extremo a extremo del país que despertará muchas pasiones no parece ser la receta de paz y tranquilidad necesarias al objeto de arribar a soluciones serias y duraderas que se reflejen en una maduración de las condiciones mínimas de coexistencia pacífica entre una población desigual. Como este Gobierno posee tendencias suicidas, entonces que abra este nuevo frente y se inmole.
Si la felicidad de los panameños ha sido perturbada con las amenazas que soplan del norte, no es descabellado pensar en promover una campaña nacional de divulgación de lo que ha significado que nuestro Canal haya sido recuperado por el pueblo panameño, que sea administrado por nosotros, que lo hayamos ampliado con nuestro dinero y con nuestro ingenio. Tocaría usar todos los recursos estatales, desde la televisión, radio, puntos de prensa y comunicados, junto con una estrategia definida y clara en el concierto organizado mundial, en favor de multiplicar y consolidar los conocimientos respecto de la virtud de que el Canal esté en manos panameñas produciendo geométricamente más que cuando los gringos lo controlaban. Y sin enclave colonial en el corazón de nuestra patria; sin Gobernador. No se puede mantener la calma escuchando lamentaciones de compatriotas que sostienen que ellos nada han recibido del Canal administrado por panameños. Esto es una prueba contundente e irrefutable de que un gobierno autotildado de sensato, consciente, inspirado en la buena fe, preocupado del sentir nacional y el bienestar espiritual de su pueblo, buena parte de sus obligaciones han sido relegadas al final de la fila. Cuesta pensar que un gobierno con las características anotadas funcione despreocupado de esta realidad y prefiera sumir al país en otra obra controversial.
Todo por el prurito de enterrar una Constitución “de los militares”, cuando con las reformas de 1983, calificadas por el constitucionalista César Quintero como “una nueva Constitución”, ese mal sabor desapareció. Nuestra democracia floreció con dicha armadura. Con dirigentes políticos sensatos, cambiar la Constitución no es urgente. Más si tomamos en cuenta la polarización que ya existe y que las lacrimógenas no pudieron asfixiar.