• 19/04/2017 02:01

Corrompe un amor desmedido por el dinero

 Resulta imperdonable que eso se practique en un organismo llamado a promover competencias justas y a galardonar vencedores en buena lid.

Es lamentable que el dinero todavía sea el caballero poderoso que parece ser, aunque es alentador el esfuerzo de quienes, en el sector público y privado, se empeñan por combatir prácticas corruptas. La indignante corrupción nos debe mover a protestar enérgicamente, tanto con palabras como con acciones; no podemos aceptar con cómplice pasividad que sea natural que las obras y servicios públicos tengan un ingrediente de costo clandestino. Peor: que las obras resulten ineficientes y los servicios insatisfactorios.

Expresidentes de países vecinos han sido enviados a prisión por haber aceptado comisiones ilegales otorgando concesiones y contratos a empresas privadas, o por haberse embolsado fondos públicos directa y descaradamente. Lamentablemente no solo presidentes han sucumbido ante la tentación de la corrupción, funcionarios de baja jerarquía con poder discrecional también se han sentido con igual prerrogativa para exigir compensaciones deshonrosas para cumplir con sus normales obligaciones.

Y, a nivel de una organización deportiva internacional como la FIFA, han surgido denuncias -aceptadas por los acusados- de pagos indebidos para lograr inmerecidas decisiones favorables. Resulta imperdonable que eso se practique en un organismo llamado a promover competencias justas y a galardonar vencedores en buena lid.

Son casos vergonzosos pero el repudio general y un castigo ejemplar dan esperanzas de enmienda.

¿Cómo nos ubicamos en ese escenario? Es lastimoso aceptar que si allá llueve, acá no ha parecido escampar porque los escándalos han ocurrido en todas nuestras épocas y Gobiernos. El deporte nacional, hasta hace poco, ha consistido acusaciones y promesas de investigaciones ‘hasta las últimas consecuencias', sin que nada concluyente hayamos conocido. El famoso CEMIS es solo un ejemplo de que aquí, hasta recientemente, ‘no pasa nada'.

La corrupción, en ese y tantos casos, se explica por la codicia y el débil carácter de quienes simplemente adoran y veneran la plata. El jornalero que recibe su salario con el sudor de su frente o el empresario que gana lo razonable como resultado de su ingenio creativo sin exprimir al productor ni abusar del consumidor, bien merecen una retribución justa por sus esfuerzos. Pero carece de valor ético el dinero sucio obtenido gracias al tráfico de influencias, a la especulación ociosa o a la compra de conciencias, dinero que a su vez propicia eslabones siguientes en la cadena de la corrupción.

Lamentablemente nuestra cultura moderna le asigna un valor excepcional al dinero, sobre todo si es producto del ‘juegavivo'. Obtenerlo brinda la mayor felicidad porque es un fin en sí mismo, no un medio para alcanzar un razonable grado de bienestar económico. El éxito personal, empresarial, profesional se mide de acuerdo al tamaño de la chequera, sin importar cómo se haya logrado; y siendo ese el fin, divorciado de toda consideración ética, cualquier forma de hacerla crecer es permitida. De ahí el poder corruptor del dinero que, ante una impunidad imperante y una exagerada codicia del egoísmo humano, no encuentra limitación alguna a sus ambiciones desmedidas. No importa lo torcido que resulten los métodos que se empleen.

Ante esa triste realidad que nos ha asfixiado, incumbe a todos tomar un mínimo de medidas: a las autoridades, rodear el uso de fondos públicos de un estricto control y total transparencia y supervisar estrictamente la calidad de obras y servicios públicos; a todos los empresarios privados, abstenerse de ofrecer o solicitar pagos indebidos; a los jueces, resolver disputas judiciales con absoluta honradez y objetividad; a los diputados, legislar inspirados solo en el bien común. Y, no menos importante, formar a los jóvenes con principios éticos firmes que les inculquen el legítimo valor del origen y del uso del dinero.

EXDIPUTADA

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