• 08/06/2025 00:00

¿Anarquía política en Panamá?

Panamá no está en anarquía, pero sí al borde de una ingobernabilidad crónica, caracterizada por una clara erosión del poder político formal en Panamá, el cual enfrenta a diario el reto de recuperar la capacidad de mando sobre la base de la confianza ciudadana, o resignarse a seguir operando en un simulacro de democracia cada vez más frágil. En ese sentido, opino que hay los siguientes factores subyacentes que nos tienen al borde de la anarquía y debemos solucionarlos urgentemente, pues nos estamos jugando el país.

Lo primero es que tenemos un gobierno que fue elegido con el 34,23 % de los votos, lo cual significa que 65,8 % de los votantes prefería otra persona para que fuera nuestro presidente. Las consecuencias de esa sencilla operación aritmética son evidentes: no tiene el respaldo legislativo, enfrenta una asamblea fragmentada donde los diputados independientes constituyen la mayor agrupación, sumando 20 curules, mientras que la coalición oficialista obtuvo solo 17. Este escenario dificultará la aprobación de reformas clave y obliga a obtener —y mantener— la confianza y el respeto de la población, presentando con respeto hacia población argumentos transparentes y creíbles.

Tan importante como lo anterior está es la desconfianza de los panameños en nuestras instituciones. Es un fenómeno complejo y persistente, que tiene raíces históricas, estructurales y coyunturales.

Aunque nuestro sistema político opera dentro de un marco institucional formalmente funcional: hay elecciones periódicas, tres poderes del Estado, leyes vigentes y organismos autónomos como el Tribunal Electoral; esta fachada de normalidad institucional oculta una realidad cada vez más evidente: el poder político formal está profundamente erosionado, y la legitimidad del sistema se encuentra en una de sus etapas más críticas desde la transición democrática de 1989.

La mayoría de los panameños consideran que los políticos se benefician personalmente del cargo y que la justicia no es igual para todos. Este descreimiento generalizado no es un simple problema de percepción: responde a una historia sostenida de escándalos de corrupción, impunidad estructural y clientelismo rampante.

Pero el problema va más allá de la corrupción. Lo que está en juego es la capacidad misma del Estado panameño de ejercer autoridad y liderazgo político real. El Ejecutivo, como señalé al inicio, prácticamente, gestiona sin una base sólida de apoyo popular; el Legislativo se ha convertido en un espacio de negociación de intereses particulares, desconectado de la voluntad ciudadana; y el Judicial se percibe como un órgano ineficaz o capturado. Como resultado, distintos actores (empresarios, movimientos sociales, grupos de presión) actúan por su cuenta, fragmentando el orden político y debilitando aún más las instituciones.

En este contexto de erosión del poder político y desconfianza en las instituciones, surgen las manifestaciones de la ciudadanía, en relación con —por lo menos— tres procesos: el rechazo a la aprobación de una nueva Ley para la Caja de Seguro Social y el supuesto impacto sobre el fondo de pensiones de la CSS; la acalorada polémica sobre abrir —en óptimas condiciones de salud pública y ambiental, legales y económicas— la mina de cobre; y lo más importante, la obligación patriótica de defender nuestra soberanía y neutralidad frente a las amenazas del coloso del norte, plasmadas en un memorando de entendimiento firmado —sin preguntarnos— por este gobierno con los EE.UU., el cual, la mayoría de los buenos panameños rechazamos.

Lamentablemente esta protesta popular no ha sido pacífica, caracterizándose en no pocas ocasiones por acciones violentas de diferentes grupos de nuestra sociedad, las cuales tienen obvios intereses políticos que buscan desestabilizar el gobierno y hacerle daño al país como mecanismo para generar crisis que —según algunos manifestantes— puede beneficiarlos políticamente, lo cual es absurdo —por decir lo menos— pues, en cada proceso electoral queda demostrado que los panameños no los queremos en el poder.

Frente a esta situación, el gobierno ha mantenido una postura firme frente a las protestas; caracterizada en no pocas ocasiones por el uso de la fuerza, calificando las huelgas de ilegales y condicionando cualquier negociación al cese de las manifestaciones y la reapertura de vías bloqueadas.

En resumen, Panamá enfrenta una crisis social y laboral profunda, caracterizada por reformas impopulares, evidenciando en ocasiones una profunda desconexión entre las políticas gubernamentales y las demandas de amplios sectores de la población, que perciben la respuesta gubernamental como insuficiente.

La resolución de esta situación requerirá un compromiso genuino con el diálogo y la implementación de políticas que respondan a las necesidades y derechos de la población. Es necesario un nuevo pacto social, que parta del reconocimiento de que las reglas actuales han sido vaciadas de contenido. Sin reformas profundas que devuelvan sentido a la representación política, restauren la independencia judicial y garanticen transparencia real, el Estado panameño seguirá funcionando como una maquinaria sin rumbo. Legal, pero con escasa gobernabilidad.

*El autor es médico y exrepresentante ante la OMS
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