Llegamos al 2020, gracias a Dios. Tenemos un año fresco para volver a proponernos hacer el montón de cosas que prometemos año con año, y que nunca cumplimos, por alguna razón.

Si bien es cierto que el ciclo de traslación de la tierra es lo que define nuestro calendario, demorando poco más de 365 días en completarse, tendemos a interpretar que el cielo que vemos ahora mismo, perfectamente igual al que vimos el 31 de diciembre del 2019, es diferente, es nuevo.

Tendemos a poner el romance por encima de la ciencia, y ese sentimiento nos lleva a esperar cambios importantes al finalizar un ciclo de traslación de la tierra.

Atrás quedaron las malas decisiones y los errores del año viejo, y levantamos la frente mirando un nuevo amanecer que promete muchos cambios y bendiciones para cada uno de nosotros, pues aprendimos de las equivocaciones, y ahora con experiencia haremos las cosas bien, o no?...

Somos seres cíclicos, y por tanto, podemos dividir nuestras vidas en fases, dependiendo de qué esté de moda en el momento. Usando el ciclo de traslación mencionado como referencia, podemos ver que al fin/inicio del periodo nos encontramos llenos de esperanzas, con sentimientos renovadores por los cuales nos perdonamos nuestras fallas, e incluso perdonamos las fallas de otros en nuestra contra. Queremos gozar de ese sentir de haber cumplido con nuestra parte, y haber podido terminar, de buena o mala manera, así sea con lo justo, otro año.

Es en este sopor que nos vemos inmersos cuando borramos de nuestra mente, de manera casi automática, las cosas malas que sufrimos. Dejamos “atrás” lo que nos afectó, pues a nadie le gusta sufrir. Suena lógico, pero es un error que pagamos cíclicamente. Al querer “no sufrir” libramos nuestra mente del proceso de aprendizaje, y nos condenamos a repetir errores cometidos, ciclos ya vividos en los que volvemos a caer.

Es doloroso aprender, pero es vital. Por querer mirar hacia otro lado, no vemos que nuestros hijos están fracasando en su ciclo de aprendizaje, en su educación. Más bien, les compraremos otra “tablet” para que no nos molesten ahora que están de vacaciones, en vez de sentarnos con ellos a discutir cómo fue que sucedió el proceso que terminó con un promedio de no aprobación, y que los condenará a perder un valioso año de escuela al tener que repetir.

Pero no, ese problema que lo resuelva el maestro en el salón, pues –“yo cumplo con poner comida, ropa y techo sobre sus cabezas”—. Así que mi responsabilidad está saldada… y vuelve el ciclo de errores en los que seguimos atrasándonos como sociedad, pues la educación de nuestra juventud está por el suelo. Luego no entendemos porqué anda el país como anda.

Así mismo, nuestros gobernantes viven en ciclos, y tampoco quieren sufrir el aprendizaje. Ha sido práctica común de todos los que han llevado las riendas del país hacer presentaciones de “los logros” que en tan poco tiempo se han obtenido; incluso cuando sólo resalten lo que les interesa que vea el pueblo, sin siquiera acercarse a la parte fea de la realidad.

El ciclo político los vuelve “santa clos” los fines de año, deportistas a inicios de año, monjes para Semana Santa, abanderados para medio año, mártires, batuteros y tamborileros para fiestas patrias. En ningún momento del año son funcionarios públicos. Ese ciclo nunca llega. El resto del tiempo se divide entre hacer malandrinadas, y crear leyes y fueros para salir impunes de sus malas artes.

Los panameños vemos esos ciclos políticos como algo normal, predecible, incluso esperado, y al no querer asumir nuestra parte de responsabilidad, pues somos nosotros los que los elegimos, decidimos maldecir al gobierno de turno, en vez de tomar acciones inmediatamente en donde podemos: nuestra vida y nuestros hogares.

Mientras no prediquemos con el ejemplo en nuestras casas, jamás cambiaremos algo de lo malo que vemos en Panamá. No son cosas enormes las que debemos cambiar. Pequeñas cosas resultan en enormes cambios. No tirar la basura en cualquier lado, no subir el volumen para no importunar a los vecinos, no estacionar sobre las aceras, no intentar sobornar al policía que nos detuvo por manejar a exceso de velocidad, no aceptar cargos para los que no estamos preparados, no mentir en general. Son cositas que al final harán una gran diferencia. Se llama cultura y se obtiene con decencia.

En la escuela enseñan a los niños a leer, a sumar, es decir les dan conocimientos. Pero es en la casa donde se les tiene que enseñar a decir gracias, buenos días, permiso, perdón; es decir, en casa se les tiene que enseñar valores. Valores y conocimientos juntos son la fórmula para echar un país adelante. “La escuela es el segundo hogar, pero el hogar es la primera escuela”.

Inculquemos valores en casa, para que nuestra juventud no crea que hacerse rico robando al Estado es bueno, ni tampoco crean que ser narcotraficante es ser Robin Hood.

Una juventud con valores sabrá decirle en la cara tanto a un político corrupto, como a cualquier malviviente la realidad: delincuente. No romanticemos el crimen. Eduquemos valores.

¡Dios nos guíe!

Ingeniero civil, miembro de SPIA-Coici, Seccional de Azuero e inspector de la JTIA
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