En Venezuela hay 1,905 detenidos considerados como “presos políticos”, 38 más que la semana pasada, cuando se computaron 1.867 personas privadas de libertad...
Las Naciones Unidas estableció el 15 de septiembre como el Día Internacional de la Democracia en el cual, según su secretario general, “celebramos la promesa que esta representa”. El SG no se expresa de una forma más concreta pues este abstracto concepto varía entre sociedades y épocas, hasta hoy. En la original democracia griega, el “pueblo” (solo hombres locales mayores de 20 años que no eran esclavos) discutían, trabajaban (sí, ellos eran los mismos funcionarios) y decidían su propio destino.
En ese entonces, las “elecciones”, se limitaban a generales del ejército y tesoreros profesionales (no políticos) quienes decidían sobre la defensa, impuestos y gastos. Este era un sistema revolucionario para esa época pues lo común era la autocracia y tiranía. Aun así, los valores “igualitarios” griegos no eran realmente democráticos persiguiendo ellos a sus oponentes, como, por ejemplo a Sócrates, ejecutado por sus ideas “provocativas”.
Unos 2,400 años después tampoco vivimos una real democracia. Por ejemplo, el sistema de gobierno panameño es de una república presidencialista. En esta república (del latín “res”, cuestión o asunto, y “pública”, pueblo) el presidente es su máxima autoridad y elegido por voto directo. En otras democracias, como la parlamentaria, la máxima autoridad es elegida por una coalición de representantes. En ningún caso, un grupo de personas tiene control absoluto, como un rey o dictador. Tampoco las elecciones determinan una democracia pues en Irán, Rusia y demás totalitarismos existen.
En realidad, no votamos por un alcalde y miembros del parlamento, sino por sus valores morales y sociales, como cuánto impuesto recolectar (o sea cuánto dinero nos queda al final) y como es usado para nuestro beneficio colectivo (y no el sus allegados). Su poder no es solo monetario. El legislativo determina qué es legal, con los demás gremios del estado funcionando según sus parámetros. Si se determina ilegal para una mujer exponer su cabello o fumar en público, todos deben cumplir esa ley, aunque no estén de acuerdo con ella. Ellos determinan también la punición, el rango de la multa o cárcel. En algunas democracias libres, el judicial puede influir en las leyes, pero nunca las determina. Cuando el pueblo protesta en la calle, lo hace por alguna inmoralidad, aun siendo esta legal. El pueblo vota no por el nombre o experiencia profesional de un candidato, sino identificándose con sus valores. Pero ¿cómo sabemos que valores el candidato representa? Con la popularidad de los medios en masa, se ha incrementado la manipulación retórica. O sea, votan por el candidato más carismático, no por el más capaz.
En la democracia lo más importante no es el aspecto técnico, votos o jerarquía, sino los valores que representa. El próximo 4 de noviembre se elegirá al próximo presidente de los Estados Unidos, y entre los temas más controversiales están los morales, como el derecho al aborto y la inmigración, los cuales afectan a mucha menos gente que el costo de la vida o la creación de nuevos trabajos. Pero por alguna razón, quizás bajo la influencia de los medios, estos temas “morales” del candidato son valorados más. Otro problema es que, aunque escogemos a los dirigentes, en nuestras vidas influyen más directamente profesionales que no fueron escogidos por nosotros. Escogimos a nuestro médico (que puede determinar si vivimos o cómo) o a un psicólogo o al constructor de nuestra vivienda. A los diputados los escogimos, pero difícilmente sabemos de verdad cómo manejarán los frutos de nuestro trabajo, nuestros impuestos, para nuestro beneficio o cómo limitarán nuestras libertades. Aún peor, no elegimos al juez, quien determina el veredicto, y gracias a investigadores como Daniel Kahneman entendemos que estos varían mucho según el humor del juez.
El problema se complica aún más al nosotros depender de la transparencia de estos mismos funcionarios para conocer cómo trabajan para nosotros, dependiendo el pueblo del pudor y audacia de reporteros. El problema es que entre la honestidad y la completa corrupción existe un gran abismo gris de moralidad que pasa desapercibido tal como respiramos el aire moderadamente contaminado, solo cuando salimos a la pura naturaleza entendemos cuán tóxico es.
Sugerir la consulta pública para escoger a un juez, o decidir sobre cualquier tema, podría considerarse un impráctico chiste. Pero con el avance tecnológico de hoy, es posible. Si cada ciudadano posee en su mano un dispositivo de comunicación masiva, ¿cómo es posible que este no se use para implementar una verdadera democracia? Una honesta consulta pública, sin encuestas, podría influir de forma positiva en nuestras vidas como en la elección de jueces de la corte suprema o el jefe de la policía nacional. Esto no sucede, pues este tipo de “democracia” reduce el poder de los representantes tal como el internet y la IA amenazan la relevancia de ciertas profesiones anticuadas que aún existen. Llegó la hora de que la tecnología contribuya a regresar el poder al pueblo, a los valores de los ciudadanos y no de sus políticos. Una democracia tecnológica magra significaría menos burócratas y más inversión en infraestructura para el bienestar público. Así como la revolución industrial permitió la producción de mejores productos a menor precio, debemos aspirar a una democracia digital, productora, eficaz, simple y accesible a todos, todo el tiempo y no solo durante las elecciones.