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- 09/03/2021 00:00
Didone o la guerra de las partituras
“Tantum ergo sacramentum/ veneremur cernui…” (Veneremos, pues, inclinados tan gran Sacramento) alcanzó a leer del himno eucarístico de santo Tomás de Aquino el comerciante Rafael Beltrán al tiempo que plegaba los folios que el aduanero portuario acababa de revisar, afuera le esperaba su primo José Vicente Iñíguez, hombre de negocios también, ansioso por dirigir ese embarque cultural a la matriz de Lima y a la sucursal de Valparaíso antes que su competidor Domingo Díaz Muñoz quien ya les había ganado una vez difundiendo “Didone Abbandonata”, del compositor napolitano David Pérez.
Así como esta, las partituras y composiciones musicales llegaron de la península, durante los siglos XVI y XVII, por dos rutas. La primera iba a Veracruz y la segunda a Portobelo, en la costa oriental de Tierra Firme y, luego de cruzar el istmo, se embarcaban nuevamente en Panamá rumbo al Callao, puerto de Lima, la Ciudad de los Reyes (Castillero, 2000). Siendo la capital del virreinato peruano, Lima constituía la puerta de entrada al Pacífico sur. Para describir este proceso, el musicólogo Vera (2014) acuñó el término “sistema músico-circulatorio virreinal” mientras el historiador Dussel (1992) lo llama “el mito fundacional de la modernidad [cultural]”. Vera sostiene además que la influencia musical de la ciudad a orillas del río Rímac se mantuvo a pesar del establecimiento de los virreinatos de Nueva Granada (1717) y del Río de la Plata (1776).
Las ciudades de la América española no se limitaban a reproducir las formas musicales foráneas, sino que, con regularidad, las transformaban dando lugar a ritmos nuevos, típicamente indianos como el zarambeque, el fandango, la zamacueca o la cora (Bendezú, 2018). Entonces, era un proceso creativo de ida y vuelta con la península no exento de tensiones. Los músicos indígenas, afrodescendientes e incluso, los criollos, buscaban asemejarse a los peninsulares y diferenciarse al mismo tiempo de ellos. El historiador Saignes (1995) lo definió como “la esquizofrenia inherente a toda dominación colonial: se afirma todo negando, se rechaza todo asimilando”. Sin embargo, ello no fue obstáculo para la consolidación de un lenguaje musical híbrido, con rasgos autóctonos y modernizantes (Coelho Souza, 2010).
Utilizando los registros de navíos de la Real Aduana existentes en Lima, el investigador Vera estudió el período comprendido entre 1772 y 1803 para determinar el volumen de instrumentos musicales centroeuropeos que ingresaron al Callao procedentes de Panamá y medir también la importancia no solo de la influencia musical de Lima sobre otras comarcas sudamericanas, sino de la circulación de copias tanto de instrumentos como de partituras. Trescientos dos bienes musicales llegaron en el período señalado, 90% de ellos no era de fabricación española, sino francesa, alemana e inglesa. Sin embargo, un número dos veces superior fue exportado a Chile y al Río de la Plata lo que sugiere que existía una vida musical relevante en el ámbito privado y eclesial al mismo tiempo que talleres que suplían esas necesidades fabricando tales instrumentos (Eli, 2010). Respecto a las partituras, el mayor importador de estas fue el gallego Antonio Helme que, en 1779 por ejemplo, importó un cargamento de 500 obras (Vera, 2014) impresas en Amberes, Londres y París (documento C16.632-287 del Archivo General de la Nación del Perú) que comprendía creaciones de autores principalmente italianos, alemanes y españoles. Hecho que antecede en 15 años a la colección hallada en la casa de Cristóbal Pirioby en Buenos Aires (Roldán, 1987; Miranda, 1987 citados por Vera, 2014). Una coincidencia de ambos cargamentos es que denotan la preferencia por la música de cámara de las élites virreinales a finales del siglo XVIII. Nuevamente las cifras de exportación, así como la caligrafía de las partituras revelan que estas se duplicaban a través de copistas –algunas fuentes sostienen que el convento de San Francisco de Lima se destacaba por la rapidez y calidad de sus copias– siendo sus principales destinos los territorios ya mencionados además de Guayaquil, Cuzco, Arequipa y Trujillo (C16.887-1538 del AGNP) en el virreinato peruano. Ciudades que, por el “efecto cascada”, proyectaron lo que recibían hacia ciudades más pequeñas bajo su jurisdicción.
Pronto, con las primeras revueltas hispanoamericanas contra la Corona a inicios del siglo XIX, se impondría en los talleres –como el de Kors– la tendencia a confeccionar pífanos, clarines y tambores. Los aires marciales y canciones patrióticas de Alcedo y Rebagliati –exaltando la libertad– coexistirían con las melodías de Haydn y Boccherini (Bendezú, 2018). “Trescientos años sufrí/ trescientos años callé/muy pronto restauraré/ lo que en trescientos años perdí” (1820), breve canción anónima que resume la búsqueda de una identidad a través de la música, un rasgo distintivo de la epopeya independentista.
Los compositores de las nacientes repúblicas latinoamericanas disponían así, al momento de la independencia, de un importante número de materiales musicales, además de un bagaje de creaciones artísticas que, sumados a la vehemencia patriótica propia del momento histórico que se vivía, explican en parte la rapidez con la que nacieron a un mismo tiempo himnos nacionales, combativas tonadas militares y bailes de salón como las contradanzas “La Libertadora” y “La Trinitaria” –posiblemente santafereñas o venezolanas– interpretadas para Bolívar a su arribo al Perú en 1823. Nacía de esta forma otra de las variantes de la creación artística latinoamericana, la del binomio que asocia la música con la política.