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- 23/06/2025 00:00
Estado de urgencia o urgencia de Estado: el dilema constitucional

El pasado 20 de junio de 2025, el Gobierno del presidente José Raúl Mulino anunció la aplicación del artículo 55 de la Constitución Política de la República de Panamá, declarando un estado de urgencia por cinco días en la provincia de Bocas del Toro. Bajo esta figura constitucional, se suspendieron temporalmente ciertas garantías fundamentales, con el objetivo, según el Ejecutivo, de “restablecer el orden público”. Sin embargo, esta decisión, más que proyectar firmeza institucional, revela el profundo desgaste de un modelo de gobernanza incapaz de prevenir, escuchar y resolver los conflictos por vías democráticas.
El artículo 55 contempla, en efecto, un marco legal para declarar un estado de urgencia ante situaciones que amenacen la paz o la seguridad pública. Es una válvula de escape del orden jurídico frente a situaciones extraordinarias. Sin embargo, que sea legal no implica que sea legítimo, necesario o prudente. Las medidas de excepción son instrumentos extremos, diseñados como último recurso, y no como una respuesta predeterminada ante conflictos sociales reiterados.
La historia constitucional nos enseña que las garantías suspendidas nunca son un detalle menor. Libertad de expresión, libre tránsito, inviolabilidad del domicilio, detención sin orden judicial: cuando se tocan esos pilares, no se está protegiendo el orden, se está redefiniendo la relación entre el ciudadano y el poder, aunque sea por cinco días.
El estallido social en Bocas del Toro no surge en el vacío. Se trata de un territorio históricamente postergado, con altísimos índices de desigualdad, acceso limitado a servicios básicos, y una deuda social estructural. En lugar de construir una agenda preventiva, basada en la inversión, el diálogo y la inclusión, el Estado —una vez más— esperó a que el caos estallara para intervenir con la fuerza.
Aplicar el artículo 55 no es una muestra de autoridad, sino una confesión pública del fracaso de las políticas públicas. Significa que el gobierno reconoce que ha perdido el control del conflicto en términos institucionales, que ha fracasado en la mediación temprana, y que solo le queda la represión como herramienta para imponer silencio.
Desde una perspectiva neurojurídica, la decisión de suspender garantías revela un patrón de gobernabilidad que opera desde el miedo, no desde la razón. El poder, ante la disidencia, activa su “amígdala institucional”, respondiendo con fuerza en lugar de reflexión. Pero gobernar desde el miedo genera ciudadanos temerosos, no obedientes; y el miedo colectivo no garantiza orden, sino parálisis, resentimiento y desconfianza.
Al suspender derechos fundamentales, el Estado se convierte en juez y parte de su propia disfunción. No se detiene a corregir sus fallas, sino que recurre a medidas reactivas para sofocar el síntoma, sin sanar la raíz.
Lo más alarmante es el precedente. Si la respuesta inmediata del poder ante conflictos sociales es recurrir a la suspensión de derechos, entonces se establece una peligrosa costumbre: gobernar por excepción. Cada nueva crisis podría ser respondida con la misma fórmula: decretar estado de urgencia, movilizar fuerzas represivas, justificar la suspensión de libertades... y evitar el fondo del problema.
Ese camino socava la confianza institucional, debilita la separación de poderes y transforma la Constitución en una herramienta maleable al ritmo del poder, no del derecho.
La democracia no se mide solo en elecciones libres. Se mide en cómo el Estado trata a sus ciudadanos cuando estos protestan, cuando exigen, cuando no están de acuerdo. El respeto a los derechos fundamentales es la prueba de fuego de una democracia madura.
Lo ocurrido en Bocas del Toro demuestra que, cuando se agotan los discursos y se pierden los puentes de diálogo, el Estado panameño recurre al músculo y olvida la palabra. Y eso es preocupante no solo por lo que se hace, sino por lo que se deja de hacer: no se escucha, no se dialoga, no se comprende.
La verdadera emergencia no está en las calles de Bocas del Toro. Está en el modelo de gobernabilidad que no escucha hasta que hay gritos, que no actúa hasta que hay fuego, que no responde hasta que hay caos.
Aplicar el artículo 55 no fue una solución: fue un síntoma. Fue la señal de que la forma de gobernar actual ya no logra representar, ni contener, ni inspirar a una ciudadanía cansada, vigilante y cada vez más consciente de sus derechos.
El gobierno ha tenido la oportunidad de demostrar que es capaz de liderar con empatía, estrategia y legitimidad. Pero al elegir el camino de la excepción, ha optado por administrar el conflicto, no resolverlo.
Suspender garantías puede durar cinco días. Pero la desconfianza que siembra durará mucho más.