Durante las primeras siete décadas del Siglo XX, la figura del golpe de Estado militar y manejo directo del poder público, prevaleció como la modalidad preferida de grupos de poder antidemocráticos para tomar y ejercer el control de los resortes de gobierno en los Estados de América Latina. No obstante, prevalecían otras variantes para lograr el mismo fin, toda vez que su esencia principal es la toma y retención del poder por un grupo determinado, en perjuicio de otros. Su esencia no es estática, ni se circunscribe a la actuación violenta de un grupo armado, admite modalidades de naturaleza política, destacando entre ellas el paquetazo o fraude electoral, el juicio político, el impedimento legal y otras más acordes con el comportamiento social aceptado por nuestra cultura occidental. Este tipo de golpe de Estado refinado, utiliza y controla el poder violentando la aplicación de la Constitución y la ley; y lo mantiene por conducto de serviles sujetos al sometimiento del poder, por encima de la defensa de caros principios democráticos.

En nuestro país, vivimos ambas modalidades durante el período de control castrense. La primera metodología fue aplicada por el poder militar desde el 11 de octubre de 1968 hasta el año 1978. A partir de ese año y hasta el 20 de diciembre de 1989, se adaptó hacía la segunda modalidad, la refinada caracterizada en un inicio por paquetazos y el control de los resortes de gobierno por medio de fraudes electorales, reforzado por la coerción aplicada a quienes osaban salirse de “la línea”. Ambas fueron la continuación de un solo golpe de Estado, con diferentes variantes, que inicia en la primera fecha y concluye en la segunda fecha.

En contraste con las metodologías expuestas, los líderes políticos legítimos ponderan y valoran la fuerza de las instituciones, respetando sus esferas de poder constitucional. En su esencia democrática, estos resortes de poder deben ejercer la administración pública respetando la fuente de su mandato, que proviene de la Constitución Nacional y confirman su ejercicio mediante consulta popular. Estados que conviven en democracia ponderan sus instituciones y principios por encima de cualquier realidad. Entre los países con bases democráticas sólidas, destacan los del Caribe de influencia anglosajona, Estados Unidos de América y Canadá, donde el poder político emana de pueblo; en América Latina destacan Costa Rica, Colombia, Uruguay, Chile y Brasil, sobre otros.

Estos principios se convirtieron en la fuente y guía de nuestro hemisferio, mediante la Declaración de Quebec (abril de 2021), durante la III Cumbre de las Américas, foro en el cual los presidentes y primeros ministros de la región reafirmaron su compromiso compartido con la democracia, e instruyeron a sus ministros de Relaciones Exteriores para que prepararan una Carta Democrática Interamericana con el fin de reforzar el ejercicio del poder democrático en la región. Este instrumento constituye la afirmación que la democracia es y debe ser la forma de gobierno compartida por los pueblos de las Américas y que ella constituye un compromiso colectivo de mantener y fortalecer el sistema democrático en la región.

El artículo 1 de la Carta establece claramente que: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”. Con fundamento en ese derecho, es que distintos ciudadanos y grupos de la sociedad civil organizada nos hemos opuesto y pronunciado contra la malsana pretensión que promueve el recurso de inconstitucionalidad presentado y en trámite judicial contra el Tribunal Electoral, por su reconocimiento de la candidatura presidencial del ciudadano panameño José Raúl Mulino. Es legítima nuestra convicción que ese recurso no es más que un instrumento de grupos que pretenden enquistarse en el poder Ejecutivo, en conspiración con otros elementos del poder civil. De consumarse este reprochable intento, se habrá consumado un golpe de Estado refinado, y quien así asuma el poder Ejecutivo cargará con el peso de una ilegitimidad que acarreará nefastas consecuencias para su mandato, el país y nuestras instituciones democráticas.

A largo plazo, el mejor antídoto contra este tipo de pretensiones espurias es ejercer el poder público con fundamento en principios que integren la democracia a la médula del espíritu nacional. Resalto dos ejemplos de lo anterior, el primero la pretensión inconstitucional de un tercer mandato presidencial que promovió el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, y que resultó coartada por la Corte Suprema de ese país. El segundo y más reciente, la decisión adoptada por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de América, que mediante fallo unánime apoyado por conservadores y liberales rechazó la pretensión del Estado de Colorado y otros de corte liberal, de excluir la participación del presidente Donald Trump en las primarias republicanas de sus respectivas circunscripciones. Así, anteponiendo principios democráticos al dogma o interés político individual, es que se construye la democracia.

El autor es exministro de relaciones exteriores
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