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- 04/09/2025 00:00
El mundo de hoy no se mide únicamente en ejércitos o balances. También se mide en la influencia que un país ejerce a través de símbolos y relatos capaces de conquistar corazones más allá de sus fronteras. La música, el arte, la gastronomía y las celebraciones populares son lenguajes de diplomacia que despiertan simpatía y admiración. Ese es el poder blando: la facultad de atraer con autenticidad y de generar vínculos duraderos a partir de la creatividad.
La historia reciente muestra cómo la cultura puede convertirse en un recurso de Estado. México transformó el Día de los Muertos en símbolo global de identidad, proyectándolo al cine, la moda y el turismo. Corea del Sur convirtió el K-Pop y sus producciones audiovisuales en embajadoras de su marca nacional, multiplicando inversión y prestigio. Francia elevó su gastronomía a patrimonio de la humanidad, mientras Brasil proyecta vitalidad y diversidad con el carnaval, el fútbol y la bossa nova.
Estos países comprendieron que la cultura es estrategia. Entendieron que un relato cultural sólido puede tener más alcance que un tratado comercial y una permanencia mayor que cualquier campaña política. Lo que demuestran es que el poder blando se construye desde lo genuino: aquello imposible de imitar porque nace de la memoria colectiva y de la vida cotidiana.
Nuestra cultura rebosa vitalidad en manifestaciones que ya son reconocidas y otras que esperan mayor proyección. Ahí están el Festival Internacional de Jazz de Panamá, que reúne a artistas de primer nivel y coloca al país en el mapa de la música global; las obras de generaciones de pintores que han dado identidad visual a la nación; los bailarines del Ballet Nacional que recorren escenarios internacionales como embajadores de disciplina y talento; los carnavales que llenan las calles de color y música. También está la Feria Nacional de Artesanías, donde conviven maestros de la tradición con diseñadores que reinterpretan la herencia para darle vigencia contemporánea.
Todo esto constituye capital de poder blando. Son expresiones que generan interés, confianza y simpatía en públicos diversos. Cada concierto, cada exposición, cada desfile o festival puede ser tan influyente como un acuerdo comercial, porque transmite un mensaje claro: Panamá es un país con identidad viva, capaz de dialogar con el mundo desde su diversidad.
Lo que falta es una hoja de ruta. El poder blando no surge de la improvisación, sino de la articulación. Requiere que nuestras embajadas se conviertan en escenarios activos de promoción cultural, que nuestras delegaciones internacionales incluyan siempre componentes artísticos, que se apoye a los creadores para llevar su talento al exterior con la misma seriedad con que se apoya una misión económica. Y exige, además, continuidad más allá de un periodo de gobierno: una política cultural de Estado que alinee a instituciones y sector privado, que establezca metas verificables y que garantice plataformas sostenibles para artistas y gestores.
La cultura transmite credibilidad cuando se sustenta en instituciones serias y en comunidades que la viven con orgullo. Un país que respalda a sus creadores y sostiene su programación cultural demuestra al mundo constancia, solidez y visión. Eso atrae visitantes, inversionistas y aliados.
Panamá debe decidir si mantiene un relato centrado en lo logístico y financiero, o lo complementa con una narrativa cultural que lo diferencie. No se trata de restar importancia a lo económico, sino de añadir una capa de sentido que haga que la imagen del país sea más completa y más cercana. Quien llega a un festival, a un concierto o a una feria gastronómica percibe una nación abierta y diversa, capaz de generar confianza.
El reto es pasar de lo aislado a lo estructurado. Diseñar una política que integre cultura y diplomacia, con metas medibles y continuidad más allá de un gobierno. El poder blando se construye con consistencia y visión de largo plazo.
Hoy el mundo busca referentes auténticos. La homogeneización global hace que los países que se atreven a mostrar su identidad, con orgullo y disciplina, conquisten espacios de influencia. Panamá tiene la oportunidad de ser uno de ellos si decide apostar por su cultura como motor de proyección internacional.
La cultura es poder blando en su estado más puro: no impone, inspira. No obliga, convence. No se gasta, se multiplica. Si Panamá lo entiende, podrá equilibrar su imagen global y proyectarse como lo que verdaderamente es: un país que no solo conecta océanos y mercancías, sino también ideas, creatividad y sueños compartidos.