Los capturados fueron ubicados en la comarca Ngäbe-Buglé, las provincias de Veraguas, Los Santos y Panamá
En la historia existe un dicho que afirma: “quien no conozca su historia está destinado a repetirla”. Es una frase poderosa que escuchamos a diario y que, como advertencia, nos recuerda la importancia de conocer los errores del pasado. Solo así es posible evitar repetirlos y encontrar soluciones que impidan que nuestra memoria colectiva se siga diluyendo.
Otro diciembre llega y con él resurgen los tristes recuerdos del 20 de diciembre, una fecha que, citando al presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, “vivirá en la infamia”. Ese día, Panamá fue invadida por el titánico ejército norteño. Y como suele ocurrir, la historia la escriben los vencedores, condición que se ha mantenido en este caso.
Y esa historia se ha escrito de forma que nos ha negado, como nación, la posibilidad de sanar; se ha elegido callarla, distorsionarla y enterrarla antes que enfrentarla con honestidad. Mientras sigamos viendo solo pedazos convenientes de nuestro pasado y esquivando las responsabilidades que nos corresponden, estaremos condenados a repetir una y otra vez los mismos errores que tanto daño nos hicieron.
Es conocido que la época del noriegato es uno de los períodos más oscuros de nuestra historia: un tiempo marcado por la impunidad, la corrupción desmedida, la exaltación obsesiva del tema patriótico —utilizado además como herramienta para desviar la atención de las fallas y excesos del régimen y culpar a los llamados “enemigos de la revolución”— y por el abuso sistemático contra muchos opositores al régimen militar. Pero tras 1989, después de aquella profunda herida a la dignidad nacional, surge una pregunta inevitable: ¿realmente hemos superado esa época y aprendido de ella?
Considero que no. Porque se ha insistido en separar, casi como si fueran conceptos incompatibles, la dictadura y la invasión, cuando en realidad son partes de un mismo proceso histórico. Pretender tratarlas como agua y aceite es un error que distorsiona nuestra comprensión del pasado.
Ambos conceptos —dictadura e invasión— están íntimamente ligados. La invasión fue, en gran medida, la consecuencia directa de la incapacidad de dos naciones para resolver sus diferencias políticas, agravadas por la crisis económica, la ruptura institucional y la pérdida casi total de gobernabilidad entre 1985 y 1989. Y fue en ese juego político donde el panameño común, especialmente la gente de El Chorrillo, lo perdió absolutamente todo; allí donde quienes anhelaban un cambio fueron reprimidos por un aparato policivo armado y, en muchos casos, formado y entrenado por los mismos actores que luego promovieron la intervención militar.
Sin embargo, se prefirió —y lastimosamente quedó grabado en la psiquis panameña— señalar al general Noriega como el único culpable de la crisis. Aunque su responsabilidad es innegable, se tiende a ignorar a los políticos, oficiales y colaboradores que lo acompañaron, que lo aplaudieron, que gritaban “¡Ni un paso atrás!”, que celebraban mientras se humillaba nuestro sistema democrático y se saqueaba a la nación.
Noriega no ejecutó solo todos los abusos de la dictadura; fue el rostro visible de un aparato que otros alimentaron, protegieron y legitimaron. La idea de que actuó completamente solo —como hoy pregonan muchos que lo apoyaron hasta que cayó la primera bomba sobre el Cuartel Central— es y siempre será inverosímil. Aun así, después de 35 años de haber perdido el poder que tan mal usaron, algunos excolaboradores se sienten hoy con la autoridad moral para hablar por y para el pueblo en cualquier mesa de opinión a la que los medios les abran espacio.
Son acciones que buscan blanquear lo que fueron 21 años de dictadura, suavizar lo que en toda regla fue un régimen militar y cambiar la retórica opresora hacia un supuesto “proceso revolucionario”. Donde la figura del gran e inefable líder continúa presente en parques, calles, barriadas y aeropuertos, mientras durante años se ha evitado mencionar los abusos de ese “proceso”, como si fuera un tabú. Ese silencio impide dimensionar la gravedad de lo ocurrido y transmitirlo con claridad a las nuevas generaciones.
El desconocimiento histórico, sumado al fallo del sistema de justicia al no enjuiciar a muchos responsables —una estrategia cuestionable del gobierno de Endara, que priorizó la estabilidad sobre la rendición de cuentas— y la respuesta militar desmesurada del vecino del norte, constituye una deuda que tarde o temprano pasará factura a la nación. Se ha insistido tanto en que olvidemos, en que pasemos la página y cubramos con un velo el pasado —“el calvario y la cruz”, como dice nuestro himno nacional—, pero ¿cómo superar el pasado, el rencor y el dolor cuando ni siquiera lo conocemos? ¿Cómo sanar si somos ajenos y despreocupados por lo que realmente aconteció?
Superar el pasado no significa olvidarlo, sino mirarlo de frente. Panamá no podrá sanar mientras siga barriendo bajo la alfombra los abusos de la dictadura y el trauma de la invasión. La memoria no es venganza, es responsabilidad. Debemos exigir educación histórica seria, justicia pendiente, reconocimiento oficial de las víctimas y un compromiso real con la verdad. Solo cuando entendamos lo que realmente ocurrió —sin miedos, sin mitos y sin silencios impuestos— podremos ser capaces de superar nuestro oscuro pasado.
*El autor es comunicador social y estudiante de Derecho