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- 02/12/2025 00:00
Los peligros del populismo de los independientes, parte II
El populismo no solo es una estrategia de poder: es también un síntoma social. Brota de un cambio más profundo en las estructuras de identidad y pertenencia, donde las categorías tradicionales —clase social, partido, ideología— se han fragmentado bajo el peso del individualismo y las nuevas tecnologías. La política del siglo XXI ya no se organiza únicamente en torno a la desigualdad económica, como señala Francis Fukuyama, sino alrededor de las identidades: raza, género, religión, orientación sexual o nacionalidad. En este nuevo escenario, los independientes han desplazado su discurso hacia narrar los videos virales de las redes sociales, y la derecha radical panameña ha reclamado el pago de la deuda pública y privada sobre la educación y salud. El resultado es un campo político regido por la emoción y el agravio, no por el debate racional.
Los sindicatos se debilitaron, las fábricas y empresas cerraron, y los millones de desempleados se sintieron abandonados por una izquierda que hablaba cada vez más en clave académica. Así, los independientes populistas encontraron un nuevo ejército de seguidores: trabajadores empobrecidos, pero orgullosos de su identidad sexual, cultural o religiosa.
Thomas Piketty y Joseph Schumpeter ya habían advertido el surgimiento de dos élites enfrentadas: la económica y la intelectual. Una domina el capital; la otra, la cultura. Entre ambas, la clase media se desmorona. El populismo se presenta entonces como el arma de los excluidos frente a las élites duales, pero termina siendo absorbido por ellas. Su retórica antielitista es una fachada: detrás operan oligarquías nuevas, más audaces y menos escrupulosas. Las masas no recuperan el poder; simplemente cambian de amo.
A este paisaje económico y cultural se suma un fenómeno decisivo: el hiperindividualismo. Paradójicamente, ese individualismo extremo prepara el terreno para el autoritarismo. Cuando la libertad se reduce al capricho, la sociedad implosiona, y el “protector” promete restaurar el orden perdido. Así mueren las repúblicas: no por exceso de tiranía, sino por exceso de egoísmo.
A diferencia de la prensa o la radio del siglo XX, las plataformas digitales no informan: enardecen. Su lógica algorítmica premia la indignación, no la verdad. Yascha Mounk observa que los populistas han sabido explotar este nuevo ecosistema con una eficacia devastadora: mentir, agitar y polarizar genera clics, y los clics se traducen en poder. En la era de la viralidad, el odio es rentable. Los políticos que gritan más fuerte acaparan la atención, y los ciudadanos —convertidos en usuarios— confunden participación con espectáculo. Estamos cosechando la televisación del concurso de oratoria en cadena nacional en vez de los concursos de debates.
La transformación mediática ha sido también económica. El colapso del modelo de prensa tradicional, desplazado por la publicidad digital de gigantes como Facebook y Google, ha desfinanciado el periodismo profesional. Las noticias verificadas cuestan dinero; las mentiras, no. El resultado es un ecosistema de desinformación donde la propaganda y las teorías conspirativas circulan con la misma autoridad que los hechos comprobados, como en efecto hacen constantemente los diputados independientes y del otro camino desde sus curules. El paso firme lo entendió mejor que nadie: al calificar como fake news lo que era cierto, convirtió la verdad en una opinión más.
El sociólogo Shawn Rosenberg va más allá y plantea una tesis inquietante: la democracia liberal no ha sabido formar a sus propios ciudadanos. Requiere individuos capaces de pensar críticamente, tolerar la diferencia y procesar información compleja; sin embargo, las fuerzas del mercado, la globalización y la cultura digital han producido generaciones de sujetos solitarios, emocionalmente frágiles y cognitivamente saturados. Desprovistos de referentes, buscan un líder que les diga quiénes son y a quién deben odiar. El populismo les ofrece exactamente eso: una identidad simple en un mundo caótico.
El populismo de derechas, basado en el miedo y la ira, resulta más eficaz que el de izquierdas, que apela a la esperanza. La esperanza necesita confianza; el miedo, sólo necesita un enemigo. Por eso los diputados independientes suelen pagar influencers para que hablen mal de un supuesto enemigo que no quiere sus leyes regresistas y esclavistas, en vez de buscar el consenso y el debate.
Las democracias no se derrumban de un día para otro. Se desgastan por abandono, por el cinismo de sus élites que alquilan diputados y la apatía de sus ciudadanos. La pandemia, la polarización mediática y el aislamiento social han acelerado esa erosión. Proteger la democracia implica mucho más que votar: exige reconstruir la confianza, restaurar la verdad y recuperar el valor del desacuerdo civilizado. No se trata de silenciar al pueblo, sino de educarlo en el arte de no obedecer ciegamente en mesías que solo van a narrar videos de redes sociales desde sus curules.
La historia demuestra que la libertad no muere con un golpe de Estado, sino con un aplauso y likes en redes sociales. El populismo no promete tiranía, promete redención. Pero en su abrazo paternal se esconde siempre el riesgo de volver a empezar —como Roma— otra vez desde el despotismo. Alguien que no puede comprometerse con pertenecer a un grupo político, no está comprometido con nadie más que con sus intereses personales en una curul.